AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOID EL NEGRO
La noche anterior al día señalado Floyd no pudo dormir. El canto de las sirenas y una voz en su interior le decían que esa podía ser la última de su vida. La apuró poniendo a punto una vez más sus armas. Más que miedo a lo que podía sucederle sentía el temor al fracaso en una empresa de la que dependía su vida. Ahora estaba convencido de que el fin de ella era recuperar el anillo que lo habría de unir a lo único puro y hermoso que había conocido, al único acto de amor que le había dado la fuerza para seguir vivo y llegar hasta allí.
Partió aún con noche cerrada deslizándose por el incierto camino bajo un manto de estrellas. Cuando llegó a los aledaños del lugar donde se juntan los dos mundos apenas una luz sonrosada despuntaba en el horizonte. El día sería claro aunque el pertinaz vendaval no dejaba de abatir con furia la amplia explanada del torreón. A la entrada de esta se encontraba el mástil que antaño mantenía una bandera de señales. Agazapado y ocultándose en los escasos matorrales se acercó a él en busca del billete que Mackenzie le había dejado. Bajo una piedra, al pie del madero, lo encontró. Le sorprendió la concisión del mensaje conociendo la verborrea de su autor: “Id directamente a la casa del farero sin pasar por el torreón. Allí os daré noticias precisas de vuestros enemigos”.
La posada estaba ubicada en un amplio edificio en la base del faro y detrás de ella una pequeña barraca servía de vivienda al farero. Amparado aún por las sombras Floyd decidió tomar precauciones e inspeccionar el contorno de la posada antes de ir a la cita. Al pasar por una ventana oyó en el interior una voz que le resultó familiar. Se dirigía a otros en tono nervioso y el Negro alcanzó a escuchar: “...le hayáis muerto, serviros hacer de él lo que queráis y tened a bien recompensar con lo estipulado el servicio que os hago bien a costa de mi inclinación. Puesto a buen recaudo el cebo que habéis traído, sólo queda pescar el ingenuo pez que viene en su busca. Apostaos presto en la casa del farero que allí ha de ir el imprudente a su cita con la muerte”. El lenguaje utilizado ya no dejaba lugar a dudas. Mackenzie, el viejo armero, era el que hablaba a dos bigardos de ceño torvo y peor aspecto. Una oleada de furia incontenible recorrió las venas de Floyd cuando se percató de la traición del escocés. Las tripas y el corazón le pedían a gritos saltar la ventana y atravesar con su espada a aquella rata barbuda que así quería venderlo. Pero un resto de lucidez que siempre le acompañaba en los momentos de tensión le hizo ver que tiempo habría de tomarse cumplida venganza del felón y que ahora debía aprovechar la ventaja que le suponía conocer los planes del enemigo.
Se deslizó hasta la casa del farero y se emboscó en la entrada dispuesto a esperar a sus verdugos. Llegaron al momento, armados a conciencia, y mientras uno se disponía a entrar el otro se dirigió a la parte trasera de la casa. Cuando el primero abrió la puerta dispuesto a esperar a Floyd se encontró con la punta de su espada que le atravesó limpiamente el pecho a la altura del corazón. El Negro sabía que esta estocada fulminaba al enemigo sin darle tiempo siquiera a gritar. Floyd fue al encuentro del otro matarife, que debía estar en la parte posterior. Cuando llegó a la estancia de atrás el sicario acababa de entrar y al verlo tuvo un momento de duda. Floyd se abalanzó sobre él pero el matón, repuesto de la sorpresa inicial, esquivó la primera embestida y echó mano de su espadín. La lucha fue breve. El Negro, más experto en el cuerpo a cuerpo y espoleado por la rabia, acabó con el rufián de un tajo en la cabeza que lo hizo tambalearse entre agónicas contracciones y lo derribó, muerto, con los sesos desparramados por el suelo.
Mientras comprobaba que el cadáver no se movía, se paró un instante a meditar su siguiente movimiento. En esos momentos Mackenzie pensaría que estaba muerto y estaría esperando que le llevaran su cabeza para cobrar las treinta monedas de la traición. Pero se iba a encontrar con algo más que su cabeza. Además, el cebo del que habló en la posada no podía ser otra cosa que su anillo y él debía tenerlo o saber dónde estaba. Esperó aún un momento para hacer más creíble la situación y se dirigió con paso decidido hacia la posada. Al entrar vio al farero tras la barra, cuatro hombres sentados en una mesa y otros dos más acodados en el alféizar de una ventana alta. El escocés estaba al lado del posadero con un vaso en la mano. Al ver entrar al Negro quedó lívido como quien ve un fantasma. Mientras Floyd avanzaba hacia él con aire amenazador Mackenzie recompuso el poco ánimo que le quedaba y le salió al paso diciendo:
- ¿No habéis visto mi recado? Aquí corréis serio peligro. Permitid que os dé noticia de la situación.
Una vez más la sangre fría de Floyd le ayudó a no destripar sin más a aquella babosa repugnante. Si el escocés le quería seguir engañando él quería saber la verdad, pero no se la sacaría allí delante de tanta gente. Así que con toda la calma de que pudo hacer acopio le dijo:
- Nada he visto bajo el mástil y ya recelaba que os hubiese pasado una desgracia. Pero vayamos fuera donde me podáis informar con mayor discreción- y sujetando firmemente al escocés del cuello le obligó a acompañarlo al exterior de la posada. Mackenzie, cuando sintió los rudos modales del Negro y sobre todo su fuerte garra sobre la nuca, empezó a balbucear medrosamente:
- No será menester salir de aquí... que gente amiga es la que nos acompaña...
Pero Floyd ya lo había arrastrado hasta unos soportales en la explanada, lo había arrinconado en una esquina y echándole el aliento le dijo muy lentamente:
- Y ahora, maese armero, ¿queréis decirme cuál es la situación según vos?
- Gente armada y de mala calaña os espera en las cámaras de la posada dispuesta a daros muerte artera. Refugiaos presto en la casa del farero y esperad allí mi señal para saltar sobre ellos o para huir según vuestro ánimo pues aún tenéis oportunidad de ambas opciones- respondió con increíble desfachatez el escocés.
A Floyd ya le hervía la sangre al ver cómo el armero intentaba embaucarlo de nuevo pero se contuvo y para deleitarse más a fondo en su venganza le susurró:
- Pues ved que acabo de dejar aquella estancia y en ella a dos rufianes destripados que querían pescarme como a pez ingenuo.
Al oír estas palabras, el escocés comprendió que lo sabía todo y se removió inquieto pero Floyd lo sujetaba con zarpa de hierro y continuó:
- ¿No sabréis vos dónde está el cebo que han utilizado para atraer a tan cándido pececillo?
Mackenzie hizo un último y desesperado esfuerzo por salir del atolladero y gimoteó:
- Por Dios os juro caro amigo que no he querido buscaros ningún mal. Ellos me forzaron a delataros con fuerza y amenazas. No pude resistir a sus torturas y obligado me vi a darles vuestras señas pero nada sé de peces ni de cebos.
El Negro, sujetándolo del cuello ya sin ambages, por fin le escupió:
- A fe que me habéis burlado, maese armero. Pero ya la argucia descubierta habréis de pagar cara vuestra traición. Que las ratas como vos sólo merecen probar la punta de la espada que con tanto oficio me habéis obrado. Pero antes decid al punto dónde está el cebo que hasta aquí me ha traído.
El escocés sudaba copiosamente y ya se había mojado con largueza los calzones pero aún acertó a balbucir:
- Que muera ahora mismo entre estertores... si algo sé de vuestro cebo... a la fuerza me hicieron cambiar... no tenía otro recurso... nuestra amistad pongo por testigo...
Floyd, asqueado ya de tanto fingimiento, asió una mano del armero y le dobló un dedo hasta hacerlo quebrarse como una rama seca. Mackenzie dio un alarido que se confundió con el clamor del vendaval y dijo entre sollozos:
- Tened piedad de mí... nada sé de lo demandado... soy un pobre viejo loco...
Mackenzie le quebró otro dedo y exclamó:
- Aún os quedan ocho y no seréis tan loco de dejároslos romper por este negocio.
El escocés, con la respiración entrecortada por el dolor, por fin susurró:
- El más alto de los que están en la posada lleva un bolsín al cuello donde debe estar vuestro tesoro. Dejadme vivir, os lo suplico, que soy un pobre viejo loco...
- Vos mismo habéis dicho hace un instante de morir entre estertores si algo sabíais de este entuerto. Yo no haré sino cumplir vuestra demanda.
Floyd retrocedió un paso y de un limpio tajo rebanó el cuello del escocés hasta casi separarle la cabeza de los hombros. Ya no saldrían más palabras engañosas de aquella garganta que ahora sólo escupía sangre a borbotones.
El Negro quedó sosegado después de ver cumplida su venganza. Pero al punto le inundó de nuevo el frenesí de la orgía de muerte en que estaba sumido. Limpió la espada en las ropas del escocés y se dispuso a afrontar el que debía ser ya el último episodio de esta larga historia.
La noche anterior al día señalado Floyd no pudo dormir. El canto de las sirenas y una voz en su interior le decían que esa podía ser la última de su vida. La apuró poniendo a punto una vez más sus armas. Más que miedo a lo que podía sucederle sentía el temor al fracaso en una empresa de la que dependía su vida. Ahora estaba convencido de que el fin de ella era recuperar el anillo que lo habría de unir a lo único puro y hermoso que había conocido, al único acto de amor que le había dado la fuerza para seguir vivo y llegar hasta allí.
Partió aún con noche cerrada deslizándose por el incierto camino bajo un manto de estrellas. Cuando llegó a los aledaños del lugar donde se juntan los dos mundos apenas una luz sonrosada despuntaba en el horizonte. El día sería claro aunque el pertinaz vendaval no dejaba de abatir con furia la amplia explanada del torreón. A la entrada de esta se encontraba el mástil que antaño mantenía una bandera de señales. Agazapado y ocultándose en los escasos matorrales se acercó a él en busca del billete que Mackenzie le había dejado. Bajo una piedra, al pie del madero, lo encontró. Le sorprendió la concisión del mensaje conociendo la verborrea de su autor: “Id directamente a la casa del farero sin pasar por el torreón. Allí os daré noticias precisas de vuestros enemigos”.
La posada estaba ubicada en un amplio edificio en la base del faro y detrás de ella una pequeña barraca servía de vivienda al farero. Amparado aún por las sombras Floyd decidió tomar precauciones e inspeccionar el contorno de la posada antes de ir a la cita. Al pasar por una ventana oyó en el interior una voz que le resultó familiar. Se dirigía a otros en tono nervioso y el Negro alcanzó a escuchar: “...le hayáis muerto, serviros hacer de él lo que queráis y tened a bien recompensar con lo estipulado el servicio que os hago bien a costa de mi inclinación. Puesto a buen recaudo el cebo que habéis traído, sólo queda pescar el ingenuo pez que viene en su busca. Apostaos presto en la casa del farero que allí ha de ir el imprudente a su cita con la muerte”. El lenguaje utilizado ya no dejaba lugar a dudas. Mackenzie, el viejo armero, era el que hablaba a dos bigardos de ceño torvo y peor aspecto. Una oleada de furia incontenible recorrió las venas de Floyd cuando se percató de la traición del escocés. Las tripas y el corazón le pedían a gritos saltar la ventana y atravesar con su espada a aquella rata barbuda que así quería venderlo. Pero un resto de lucidez que siempre le acompañaba en los momentos de tensión le hizo ver que tiempo habría de tomarse cumplida venganza del felón y que ahora debía aprovechar la ventaja que le suponía conocer los planes del enemigo.
Se deslizó hasta la casa del farero y se emboscó en la entrada dispuesto a esperar a sus verdugos. Llegaron al momento, armados a conciencia, y mientras uno se disponía a entrar el otro se dirigió a la parte trasera de la casa. Cuando el primero abrió la puerta dispuesto a esperar a Floyd se encontró con la punta de su espada que le atravesó limpiamente el pecho a la altura del corazón. El Negro sabía que esta estocada fulminaba al enemigo sin darle tiempo siquiera a gritar. Floyd fue al encuentro del otro matarife, que debía estar en la parte posterior. Cuando llegó a la estancia de atrás el sicario acababa de entrar y al verlo tuvo un momento de duda. Floyd se abalanzó sobre él pero el matón, repuesto de la sorpresa inicial, esquivó la primera embestida y echó mano de su espadín. La lucha fue breve. El Negro, más experto en el cuerpo a cuerpo y espoleado por la rabia, acabó con el rufián de un tajo en la cabeza que lo hizo tambalearse entre agónicas contracciones y lo derribó, muerto, con los sesos desparramados por el suelo.
Mientras comprobaba que el cadáver no se movía, se paró un instante a meditar su siguiente movimiento. En esos momentos Mackenzie pensaría que estaba muerto y estaría esperando que le llevaran su cabeza para cobrar las treinta monedas de la traición. Pero se iba a encontrar con algo más que su cabeza. Además, el cebo del que habló en la posada no podía ser otra cosa que su anillo y él debía tenerlo o saber dónde estaba. Esperó aún un momento para hacer más creíble la situación y se dirigió con paso decidido hacia la posada. Al entrar vio al farero tras la barra, cuatro hombres sentados en una mesa y otros dos más acodados en el alféizar de una ventana alta. El escocés estaba al lado del posadero con un vaso en la mano. Al ver entrar al Negro quedó lívido como quien ve un fantasma. Mientras Floyd avanzaba hacia él con aire amenazador Mackenzie recompuso el poco ánimo que le quedaba y le salió al paso diciendo:
- ¿No habéis visto mi recado? Aquí corréis serio peligro. Permitid que os dé noticia de la situación.
Una vez más la sangre fría de Floyd le ayudó a no destripar sin más a aquella babosa repugnante. Si el escocés le quería seguir engañando él quería saber la verdad, pero no se la sacaría allí delante de tanta gente. Así que con toda la calma de que pudo hacer acopio le dijo:
- Nada he visto bajo el mástil y ya recelaba que os hubiese pasado una desgracia. Pero vayamos fuera donde me podáis informar con mayor discreción- y sujetando firmemente al escocés del cuello le obligó a acompañarlo al exterior de la posada. Mackenzie, cuando sintió los rudos modales del Negro y sobre todo su fuerte garra sobre la nuca, empezó a balbucear medrosamente:
- No será menester salir de aquí... que gente amiga es la que nos acompaña...
Pero Floyd ya lo había arrastrado hasta unos soportales en la explanada, lo había arrinconado en una esquina y echándole el aliento le dijo muy lentamente:
- Y ahora, maese armero, ¿queréis decirme cuál es la situación según vos?
- Gente armada y de mala calaña os espera en las cámaras de la posada dispuesta a daros muerte artera. Refugiaos presto en la casa del farero y esperad allí mi señal para saltar sobre ellos o para huir según vuestro ánimo pues aún tenéis oportunidad de ambas opciones- respondió con increíble desfachatez el escocés.
A Floyd ya le hervía la sangre al ver cómo el armero intentaba embaucarlo de nuevo pero se contuvo y para deleitarse más a fondo en su venganza le susurró:
- Pues ved que acabo de dejar aquella estancia y en ella a dos rufianes destripados que querían pescarme como a pez ingenuo.
Al oír estas palabras, el escocés comprendió que lo sabía todo y se removió inquieto pero Floyd lo sujetaba con zarpa de hierro y continuó:
- ¿No sabréis vos dónde está el cebo que han utilizado para atraer a tan cándido pececillo?
Mackenzie hizo un último y desesperado esfuerzo por salir del atolladero y gimoteó:
- Por Dios os juro caro amigo que no he querido buscaros ningún mal. Ellos me forzaron a delataros con fuerza y amenazas. No pude resistir a sus torturas y obligado me vi a darles vuestras señas pero nada sé de peces ni de cebos.
El Negro, sujetándolo del cuello ya sin ambages, por fin le escupió:
- A fe que me habéis burlado, maese armero. Pero ya la argucia descubierta habréis de pagar cara vuestra traición. Que las ratas como vos sólo merecen probar la punta de la espada que con tanto oficio me habéis obrado. Pero antes decid al punto dónde está el cebo que hasta aquí me ha traído.
El escocés sudaba copiosamente y ya se había mojado con largueza los calzones pero aún acertó a balbucir:
- Que muera ahora mismo entre estertores... si algo sé de vuestro cebo... a la fuerza me hicieron cambiar... no tenía otro recurso... nuestra amistad pongo por testigo...
Floyd, asqueado ya de tanto fingimiento, asió una mano del armero y le dobló un dedo hasta hacerlo quebrarse como una rama seca. Mackenzie dio un alarido que se confundió con el clamor del vendaval y dijo entre sollozos:
- Tened piedad de mí... nada sé de lo demandado... soy un pobre viejo loco...
Mackenzie le quebró otro dedo y exclamó:
- Aún os quedan ocho y no seréis tan loco de dejároslos romper por este negocio.
El escocés, con la respiración entrecortada por el dolor, por fin susurró:
- El más alto de los que están en la posada lleva un bolsín al cuello donde debe estar vuestro tesoro. Dejadme vivir, os lo suplico, que soy un pobre viejo loco...
- Vos mismo habéis dicho hace un instante de morir entre estertores si algo sabíais de este entuerto. Yo no haré sino cumplir vuestra demanda.
Floyd retrocedió un paso y de un limpio tajo rebanó el cuello del escocés hasta casi separarle la cabeza de los hombros. Ya no saldrían más palabras engañosas de aquella garganta que ahora sólo escupía sangre a borbotones.
El Negro quedó sosegado después de ver cumplida su venganza. Pero al punto le inundó de nuevo el frenesí de la orgía de muerte en que estaba sumido. Limpió la espada en las ropas del escocés y se dispuso a afrontar el que debía ser ya el último episodio de esta larga historia.
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