AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOID EL NEGRO
Al cumplirse el plazo dado por Mckenzie Floyd envió a su amigo a recoger las armas encargadas al escocés. De vuelta, Masteroy le informó de que los ánimos estaban aún muy calientes por el asunto del Ciempiés y que no convenía dejarse ver por el momento. Las armas eran de una calidad excelente aunque Floyd no pudo probar el pistolete como habría querido para no llamar la atención. Tras dos días más de impaciente espera Floyd tenía ya los nervios a punto de estallar. El encierro forzoso lo crispaba porque no estaba acostumbrado a tanta inactividad. Ya había bruñido y afilado las armas blancas cien veces y había montado y desmontado el pistolete otras tantas. Al tercer día, cuando ya llevaba casi una semana de reclusión decidió afrontar los riesgos y salir de allí como fuera aprovechando la luna nueva. Con unos harapos y una capa raída que le proporcionó su amigo Masteroy se compuso un disfraz de mendigo que quedaba bastante aparente. El aspecto sucio, la barba de varios días y un hatillo con sus ropas y armas completaron perfectamente el tipo.
- ¡Gracias por todo, amigo! Lástima que no puedas acompañarme en esta partida. Por Dios que me vendría bien un acero como el tuyo a mi lado- dijo Floyd a su camarada en la despedida.
- Bien sabes que estaría gustoso de ayudarte en esta empresa pero una barca sin un remo sólo estorba a quien tiene que tirar de ella- respondió Masteroy- Sólo te puedo ayudar con este estilete de mis tiempos de acción que tiene ya algunos gaznates rebanados- y entregó al Negro un precioso y fino puñal corto que añadir a su abundante guarnición.
Se despidieron con un fuerte abrazo y Floyd salió a la noche cerrada y sin luna del puerto. Lo atravesó sin ningún mal encuentro y con las del alba ya estaba fuera de la ciudad. Cuando lo creyó prudente se cambió la ropa, se calzó sus armas y se encaminó con paso firme en busca de su destino.
El lugar en que se juntan los dos mundos era un acantilado perdido en mitad de la costa, agreste y desolado, en el que sólo había un viejo faro en desuso al cuidado de un farero más en desuso aún. Nadie sabía porqué se le llamaba así a aquel lugar aunque desde siempre ese había sido su nombre. El farero, un viejo descarnado y huraño, mantenía en el antiguo torreón una venta destartalada que servía de refugio a fugitivos y gente de mal vivir. Floyd había parado en ella algunas noches de nefasto recuerdo. El lugar estaba a unas cinco leguas del puerto y sólo se podía acceder a él bordeando el litoral. Apenas se llegaba allí por un sendero abandonado que culebreaba los escarpados farallones de aquella parte de la costa. Floyd calculó que tardaría dos días en llegar. Llevaba comida suficiente pero debía evitar dos postas de vigilancia aduanera que había en el camino porque no quería sorpresas desagradables. La primera noche la pasó en un chamizo abandonado. Tras limpiar y afilar por enésima vez sus armas se dispuso a dormir. Las estrellas que veía a través de los boquetes del techo le transportaron a aquella otra noche en la posada de Kingston...
Nada más desembarcar, ya de madrugada, Floyd llevó a Doña Teresita a una posada del puerto para alejarla de las miradas lascivas de la canalla pirata. Allí quería pensar tranquilamente en lo que iba a hacer y averiguar también lo que ella quería. La dama, como ajena a todo lo que pasaba a su alrededor, había caído los últimos días en un mutismo absoluto. Sólo cuando Floyd cogió sus manos entre las suyas en un gesto acostumbrado y le preguntó qué iban a hacer, Doña Teresita, entre sollozos, le dijo:
- No soy digna de que sigáis arriesgando vuestra vida por mí. Mi viaje en el Virgen del Socorro era para reunirme en Sevilla con mi prometido don Félix, al que amaba profundamente hasta conoceros a vos. Ahora mi corazón está confundido y si al principio me refugié en vuestros brazos para estar a salvo de esos garañones después he sentido por vos algo que ni don Félix ni ningún otro me había hecho sentir. Querría más que nada estar a vuestro lado pero recelo que a estas horas ya estará buscándome mi familia y que no creerán que me habéis respetado y defendido poniendo vuestra vida en peligro. Sé muy bien el destino que me espera si vuelvo con ellos pero más temo que sufráis su venganza si porfiamos en nuestro amor- y quedó muda con sus hermosos ojos inundados en lágrimas.
Cuando Floyd iba a responder un violento envite tiró abajo la ventana de la estancia y por ella entraron cuatro embozados que comenzaron a golpearlo con saña. Cogido por sorpresa, el Negro no pudo sino defenderse del aluvión de golpes y porrazos que le venía encima mientras veía como dos de ellos echaban una capa sobre Doña Teresita y la sacaban de la habitación a empellones. Todo ocurrió en apenas unos segundos y sólo la llegada del posadero y unos clientes, alarmados por los ruidos, hizo que los encapuchados huyeran dejando a Floyd malherido sobre el camastro. Mientras curaban sus magulladuras y enderezaban su brazo quebrado, por encima de sus alaridos de dolor resonaban en su cabeza como un bálsamo las últimas palabras de doña Teresita. Su corazón, humillado por la derrota pero exultante por la revelación, le gritaba que debía recuperarla como fuera.
Al cumplirse el plazo dado por Mckenzie Floyd envió a su amigo a recoger las armas encargadas al escocés. De vuelta, Masteroy le informó de que los ánimos estaban aún muy calientes por el asunto del Ciempiés y que no convenía dejarse ver por el momento. Las armas eran de una calidad excelente aunque Floyd no pudo probar el pistolete como habría querido para no llamar la atención. Tras dos días más de impaciente espera Floyd tenía ya los nervios a punto de estallar. El encierro forzoso lo crispaba porque no estaba acostumbrado a tanta inactividad. Ya había bruñido y afilado las armas blancas cien veces y había montado y desmontado el pistolete otras tantas. Al tercer día, cuando ya llevaba casi una semana de reclusión decidió afrontar los riesgos y salir de allí como fuera aprovechando la luna nueva. Con unos harapos y una capa raída que le proporcionó su amigo Masteroy se compuso un disfraz de mendigo que quedaba bastante aparente. El aspecto sucio, la barba de varios días y un hatillo con sus ropas y armas completaron perfectamente el tipo.
- ¡Gracias por todo, amigo! Lástima que no puedas acompañarme en esta partida. Por Dios que me vendría bien un acero como el tuyo a mi lado- dijo Floyd a su camarada en la despedida.
- Bien sabes que estaría gustoso de ayudarte en esta empresa pero una barca sin un remo sólo estorba a quien tiene que tirar de ella- respondió Masteroy- Sólo te puedo ayudar con este estilete de mis tiempos de acción que tiene ya algunos gaznates rebanados- y entregó al Negro un precioso y fino puñal corto que añadir a su abundante guarnición.
Se despidieron con un fuerte abrazo y Floyd salió a la noche cerrada y sin luna del puerto. Lo atravesó sin ningún mal encuentro y con las del alba ya estaba fuera de la ciudad. Cuando lo creyó prudente se cambió la ropa, se calzó sus armas y se encaminó con paso firme en busca de su destino.
El lugar en que se juntan los dos mundos era un acantilado perdido en mitad de la costa, agreste y desolado, en el que sólo había un viejo faro en desuso al cuidado de un farero más en desuso aún. Nadie sabía porqué se le llamaba así a aquel lugar aunque desde siempre ese había sido su nombre. El farero, un viejo descarnado y huraño, mantenía en el antiguo torreón una venta destartalada que servía de refugio a fugitivos y gente de mal vivir. Floyd había parado en ella algunas noches de nefasto recuerdo. El lugar estaba a unas cinco leguas del puerto y sólo se podía acceder a él bordeando el litoral. Apenas se llegaba allí por un sendero abandonado que culebreaba los escarpados farallones de aquella parte de la costa. Floyd calculó que tardaría dos días en llegar. Llevaba comida suficiente pero debía evitar dos postas de vigilancia aduanera que había en el camino porque no quería sorpresas desagradables. La primera noche la pasó en un chamizo abandonado. Tras limpiar y afilar por enésima vez sus armas se dispuso a dormir. Las estrellas que veía a través de los boquetes del techo le transportaron a aquella otra noche en la posada de Kingston...
Nada más desembarcar, ya de madrugada, Floyd llevó a Doña Teresita a una posada del puerto para alejarla de las miradas lascivas de la canalla pirata. Allí quería pensar tranquilamente en lo que iba a hacer y averiguar también lo que ella quería. La dama, como ajena a todo lo que pasaba a su alrededor, había caído los últimos días en un mutismo absoluto. Sólo cuando Floyd cogió sus manos entre las suyas en un gesto acostumbrado y le preguntó qué iban a hacer, Doña Teresita, entre sollozos, le dijo:
- No soy digna de que sigáis arriesgando vuestra vida por mí. Mi viaje en el Virgen del Socorro era para reunirme en Sevilla con mi prometido don Félix, al que amaba profundamente hasta conoceros a vos. Ahora mi corazón está confundido y si al principio me refugié en vuestros brazos para estar a salvo de esos garañones después he sentido por vos algo que ni don Félix ni ningún otro me había hecho sentir. Querría más que nada estar a vuestro lado pero recelo que a estas horas ya estará buscándome mi familia y que no creerán que me habéis respetado y defendido poniendo vuestra vida en peligro. Sé muy bien el destino que me espera si vuelvo con ellos pero más temo que sufráis su venganza si porfiamos en nuestro amor- y quedó muda con sus hermosos ojos inundados en lágrimas.
Cuando Floyd iba a responder un violento envite tiró abajo la ventana de la estancia y por ella entraron cuatro embozados que comenzaron a golpearlo con saña. Cogido por sorpresa, el Negro no pudo sino defenderse del aluvión de golpes y porrazos que le venía encima mientras veía como dos de ellos echaban una capa sobre Doña Teresita y la sacaban de la habitación a empellones. Todo ocurrió en apenas unos segundos y sólo la llegada del posadero y unos clientes, alarmados por los ruidos, hizo que los encapuchados huyeran dejando a Floyd malherido sobre el camastro. Mientras curaban sus magulladuras y enderezaban su brazo quebrado, por encima de sus alaridos de dolor resonaban en su cabeza como un bálsamo las últimas palabras de doña Teresita. Su corazón, humillado por la derrota pero exultante por la revelación, le gritaba que debía recuperarla como fuera.
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