12 de octubre de 2007

EL JUNTAPALABRAS VI

AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOID ELNEGRO

Se despertó con la amanecida sobresaltado por el ruido de los cascos de un caballo sobre el camino pedregoso. El cobertizo estaba algo retirado de la vía por lo que pudo asomarse sin ser visto para descubrir quien pasaba por lugar tan inhóspito a horas tan inusuales. El canturreo de una vieja canción gaélica y el contorno achaparrado del jinete, que se recortaba sobre las primeras luces del día, le hicieron sospechar de quién se trataba. Dejó pasar caballo y caballero y saltó al camino para gritar muy fuerte:

- ¡Mckenzie, viejo loco! ¿Qué os trae por aquí?

El escocés dio un respingo en su silla y se volvió con tanto ímpetu sobre ella que dio con sus huesos en el suelo tras caer por la grupa del caballo. Floyd rió de buena gana ante la torpeza del escocés y le tendió la mano para levantarlo. El armero estaba lívido y como aturdido pero al momento pareció componerse y empezó a decir entre balbuceos:

- La dicha que sienten mis ojos al veros... tengo que decir.... que en los recodos de nuestro devenir... gran felonía y traición os busca el que viene de lejos... y por nuestra vieja amistad que calienta mi corazón...

- Parad al punto y sosegaos que con esta letanía a fe que no se entiende nada de lo que decís- le interrumpió Floyd- Sentaos aquí y explicad calmadamente vuestras razones que yo las he de escuchar con la atención que sin duda merecen.

La escena de la caída del escocés había puesto de buen humor al Negro. Además, se dio cuenta divertido, de que cuando lo veía, sin proponérselo, adoptaba el lenguaje pomposo y afectado del viejo armero. Este, ya totalmente en sus cabales, recompuso su maltrecho discurso:

- Los hados del destino perecen guiar mis pasos pues, aún a costa de este batacazo, mis ojos encuentran lo que ansiaban. Una gaviota me enteró en mi humilde factoría de negros presagios que amenazan vuestra hacienda y vuestra vida y en aras de la amistad que une nuestros corazones no he podido menos que seguiros para advertiros del peligro que acecha inopinado tras...

- Id al grano viejo loro y cesad ya de palabrería, pues con vuestras propias artes he de cortar vuestra lengua incontenible si no decís presto lo que aquí os ha traído- cortó ya no de tan buen humor Floyd.

- Bien comprendo vuestra impaciencia pues graves son mis noticias. Gente aviesa que ha venido de lejos os espera donde se juntan los dos mundos para entramparos y poner fin a vuestra existencia. Traen encargo cierto de llevar con ellos vuestra cabeza para cobrar el estipendio de su horrendo trabajo.

- Decid, maese armero- inquirió Floyd- ¿Quién os dio tal reseña, cuántos serán y cómo los conoceré?

- Bien quisiera complaceros pero nada sé de lo que demandáis. Un pliego a la puerta de mi casa, sin firma, me enteró de lo que os he expuesto. Más allá sólo me trajo aquí mi ferviente deseo de serviros a estorbar tan infames intenciones. Y para mostraros con certeza este deseo os propongo adelantarme a vos en el camino y ya allí donde se juntan los dos mundos indagar con discreción los perversos planes, desvelar a los traidores y daros noticias de todo ello para que estéis avisado y previsto. Dad dos días de prudente margen a la pesquisa y os dejaré un billete con reseñas cabales camuflado en el mástil de la entrada del torreón.

- Sea como decís. Y pues veo en vos tan buena disposición hacia mi persona tened por cierto que mi corazón sabrá recompensaros con su eterna gratitud y mi bolsillo con un generoso óbolo si salgo con bien de esta empresa.

Dicho esto el escocés montó de nuevo su caballo y partió tras una larga y espesa perorata sobre la amistad, el deber y la traición.

Floyd quedó pensativo tras el inesperado encuentro. Conocía al escocés desde hacía muchos años y, aunque eran amigos, nunca había supuesto que su devoción por él le pusiera en el brete de arriesgar así su vida. A pesar de que las noticias que le había dado ya se las maliciaba, Floyd sintió afecto sincero por aquel viejo escocés parlanchín que además de excelente armero se mostraba como leal amigo.

Volvió a su chamizo y se dispuso a esperar, recluido, como en la buhardilla de Masteroy, los dos días de plazo que Mackenzie le había pedido. Compartiría estos días de soledad forzosa con el vivo olor a mar, con los lagartos que se asoleaban entre las piedras y con sus recuerdos...

Una vez repuesto de sus heridas del cuerpo y del alma Floyd movilizó a sus contactos entre el hampa del puerto para saber quién había secuestrado a Doña Teresita y por qué. Por ellos supo que cuatro marineros españoles habían arribado al puerto unos días antes de la llegada del Sir Frances. Eran gente torva y huidiza que apenas hablaron con nadie. Se alojaron en una fonda a las afueras de la ciudad y tan sólo se interesaban por el trasiego de barcos que entraban y salían del puerto. Después del episodio de la posada habían desaparecido como por ensalmo, se diría que se los había tragado la tierra... o el mar. Había quien aseguraba que los había visto huir esa misma noche a uña de caballo en dirección al puerto de Flockard y que eran cinco los bultos que se perdieron en la oscuridad.

Floyd se dirigió hacia allí para continuar sus pesquisas. Supo por sus antiguos camaradas de la posta de recaudaciones que un pequeño galeón español acababa de zarpar tras haber estado fondeado varios días en el muelle. Sus tripulantes, más locuaces que sus compinches secuestradores, habían dicho en las tabernas portuarias de las que eran asiduos, que venían de Sevilla a recoger una preciosa mercancía por la que cobrarían un buen dinero a la entrega. Floyd visitó los antros más infectos de Flockard hasta dar con una barragana que había compartido cama y mantel con uno de los marineros españoles. Según ella, este le contó que habían sido contratados por un noble sevillano de nombre Don Lope Tejada para rescatar a su hermana que estaba cautiva de un corsario del lugar. Al oír esto Floyd recordó las palabras de su amada. Sin duda debía ser familia poderosa si mandaba al otro lado del océano una misión para rescatar a Doña Teresita y lavar el honor ultrajado. Porque, conociendo a los españoles como los conocía, ese y no otro debía ser el motivo de tal dispendio. El caso es que no tenía ni dinero ni fuerzas para perseguir al galeón en busca de su dama. Estaba solo, quebrantado en el cuerpo y humillado en su orgullo por habérsela dejado arrebatar de esa manera. Y no le quedaba más remedio que esperar una mejor oportunidad para intentar recuperarla.

Esta se le presentó meses más tarde cuando se enroló en el Juan de Garay, un buque del Virrey que reclutaba marinería experimentada para viajar a Sevilla llevando las riquezas expoliadas por la Corona. Tras una travesía apacible y sin sobresaltos llegaron a puerto un claro día de abril. La ciudad se mostraba espléndida de luz y generosa de olor a azahar, pero la gestión que allí le llevaba le iba a impedir disfrutarla como hubiera gustado. En seguida hizo discretas averiguaciones ente las gentes del lugar. Por ellas supo que la familia Tejada era una de las más influyentes de la ciudad, católicos rancios de limpio linaje y misa diaria. Habitaban un hermoso palacete del barrio de Triana, junto al puerto. También supo que una gran desventura había acaecido a la hija menor de los Tejada meses atrás. De la historia, que tan bien conocía, sólo le interesó el final: Doña Teresita había sido recluida de por vida en un convento siguiendo los usos de la época en lo tocante a cuestiones de honra y dignidad mancilladas. Ante castigo tan cruel e inmerecido Floyd se rebeló y se juró que rescataría a su dama aunque tuviera que derruir los muros de todos los conventos de Sevilla. Pronto conoció que Doña Teresita estaba encerrada en las Beatillas, a las afueras de la ciudad. Tras rondar varios días por el lugar trabó amistad con una de las muchas trotaconventos que pululaban alrededor de los cenobios. A través de ella concertó un encuentro con su amada en una de las celosías que daban al huerto. La noche cálida de luna llena y preñada de fragancias vegetales invitaba al requiebro y la pasión pero Floyd sólo sintió cólera y rencor cuando vio a Doña Teresita. El año de reclusión la había marchitado como si fueran diez. Los ojos antes altivos y orgullosos eran ahora fríos y apagados. Su rostro parecía velado por una sombra de amargura y sus palabras surgían de un tenue hilo de voz casi imperceptible. Abatido ante esta impresión Floyd susurró a su amada:

- Mil veces muerto e insepulto debía estar el que ha osado enterraros así en vida, cegar la luz de vuestros ojos y velar la voz que me enamora. Aunque corra por sus venas vuestra sangre no ha de tener perdón ni en los infiernos. No soporto veros presa entre estos muros. He venido a por vos, señora, y juntos partiremos a otras tierras llenas de luz y regocijo. Sitios habrá donde podamos vivir nuestro amor lejos de estas sombras y rencores. Salid presto de este encierro y abandonad a la familia que tanto dolor os procura, que no se lava la honra enterrando la flor hasta que muera.
Doña Teresita, vestida con el grueso hábito de estameña propio de las novicias, había escuchado las palabras de Floyd con la mirada perdida. Cuando este hubo acabado fijó sus ojos en él y dijo:

- Bien sabéis que no puedo complaceros ni complacerme en esta empresa. Desde que nos arrancaron al uno del otro en aquella posada he rezado para que volvierais a la vida que me dijeron que os habían quitado. Veros hoy ha sido mi única alegría en este tiempo de angustia y soledad. He matado a mi buen padre que murió de dolor al poco de recobrarme. Debo expiar mis culpas por este horrible pecado y esta será mi morada hasta que el Señor me lleve ante su juicio.

- Es vuestro hermano y no el Señor quien os juzga y condena sin piedad haciendo caer sobre vos la venganza que a mí me tiene prometida. Venid conmigo y desdeñad este mundo de oscuridad y superchería. Si vuestro padre murió por vos no querrá ver apagarse desde el cielo la luz que tanto amaba.

- No porfiéis en vuestro empeño que no han de ver mis ojos otros árboles que estos limoneros ni otras piedras que estas que me encierran. Cuando entré aquí abandoné todo lazo con mi mundo anterior. Sólo conservé este anillo que me daba fortaleza para pedir por vos. Ahora que os he visto creo en él más que en mi pobre vida ya apagada y quiero que lo llevéis para que os dé la fuerza que a mí ya no me hace falta. Guardadlo con afán pues mientras esté con vos su poder nos mantendrá unidos aún en la distancia- y entregó a Floyd un delicado anillo de oro sin adornos.

Hecho esto, Doña Teresita se apartó de la reja y se perdió entre los frutales del huerto camino de su celda. Floyd quedó suspenso y abatido con el anillo entre sus dedos. Había visto tal determinación en las palabras de su amada que abandonó toda intención de llevarla por la fuerza. Tras unos momentos de cavilación se sumió en las angostas callejas de la ciudad.

Del resto de su estancia en Sevilla sólo conservaba retazos que estallaban en su atormentada memoria como fogonazos de pólvora... los tres rufianes que le robaron y apalizaron en su regreso al barco aquella noche... su desesperación al ver que había perdido el anillo... su detención por los corchetes del rey acusado del robo en un convento... las patadas y bastonazos de los carceleros en aquella inmunda mazmorra de la Torre del Oro... el potro de tortura esperándolo al día siguiente... la huida por una cloaca hasta las cálidas aguas del Guadalquivir... y la reclusión en la bodega del Juan de Garay hasta su retorno al Caribe.

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