¿A quién quieres engañar?
He ocupado mi tiempo en documentarme y meditar sobre el expolio que la Iglesia pretende consumar hurtándonos el limbo. He descubierto por de pronto que las prisas no traen nada bueno y como decía alguien sólo son propias de los malos toreros y los malos amantes. Viene esto al hilo del apresuramiento con que la Iglesia ha tomado la fatídica decisión. En el siglo V San Agustín decía que los niños muertos sin bautizar iban al infierno (por si alguien aún estaba engañado con este Herodes de las almas puras). Apenas habían pasado ocho siglos cuando en el XIII cambió la doctrina y se comenzó a hablar del limbo como "ese lugar donde los niños no bautizados estarían privados de la visión de Dios, pero no sufrirían, ya que no lo conocían". Y ahora sólo siete siglos después se comete el limbicidio, decretado en última instancia por una Comisión que inauguró el papa Ratzinger cuando era Inquisidor Mayor y que ha trabajado los cuatro últimos años en argumentar y redactar la sentencia. Con estas premuras no puede salir nada bueno.
Pero lo que me llama la atención es ese razonamiento del siglo XIII por el que alguien no sufre por una carencia o desgracia si no conoce la posesión o felicidad contrarias. Siguiendo este argumentario los inmigrantes subsaharianos que llegan a las costas europeas no sufren por la miseria, las guerras, el Sida, las hambrunas o los regímenes tiránicos que padecen sino por las imágenes de las TV por satélite que les muestran que otro mundo es posible y está a un tiro de cayuco. Bonita e hipócrita forma de lavado de conciencia. No hay que ser solidario con los países inviables que Europa dejó allí tras la descolonización, bastará con ser un poco más pudorosos a la hora de mostrar nuestra opulencia.
También cabría pensar que en nuestra propia sociedad es el conocimiento de la riqueza y la supuesta felicidad ajena, transmitida sobre todo por los modelos publicitarios, lo que provoca desequilibrios, insatisfacciones y frustraciones personales y de clase.
Algo de esto debió barruntar la Iglesia cuando en un colegio al que yo asistía había entradas distintas para los niños ricos y para los que estudiaban con beca como yo. Estaban velando por mi inocencia virginal (si no sabes, no ansías), pero sólo ahora lo he comprendido. O cuando las bancas de la iglesia de mi pueblo estaban perfectamente organizadas por clases y familias (el olor del perfume de unos podía soliviantar el deseo de escalada social de los otros).
Conclusión: si el conocimiento es fuente de infelicidad seamos ignorantes y no andemos queriéndolo saber todo. Pero ahora ellos lo enredan más liquidando el limbo como lugar de inconsciencia y refugio. En adelante todos los niños inocentes ¡hala! al cielo del tirón. Y los que sí han estado en la Tierra les contarán lo buenos que son los helados de chocolate, saltar en los charcos o la última Play Station para hacerles pecar de envidia y mandarlos directos al infierno, como decía S. Agustín, ese santo infanticida de almas. No tenemos remedio. Vuelta a Babia.
1 comentario:
¿Qué intereses tendría la católica religión cuando creó el limbo de los justos (ese nombre he escuchado durante muchos años). Me imagino que algún jerarca eclesiástico, educado por alguna orden mendicante, reflexionaría sobre la inocencia de los neonatos, o algo parecido. Imagínate, los inocentes que mató el faraón condenados sin culpa alguna, no sé que pensar.
Por cierto, me ha encantado tu recordatorio de San Agustín, ¿hay acaso peor coco?
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