AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOYD EL NEGRO
Mckenzie, el armero, era un viejo pirata escocés de largas barbas, cuerpo sucinto y aspecto ratonil que había recalado en el puerto después de mil viajes por todos los mares conocidos. Tenía fama de ser el mejor en su oficio y no hacía distingos entre sus clientes que iban desde el propio virrey hasta la gente de más baja estofa de aquella parte de la costa. Sólo le interesaba que le pagaran en oro contante y que hablaran bien de sus obras. Acompañaba a su aire ladino un lenguaje afectado y pomposo que casaba mal con la rudeza de modales de su parroquia.
- ¡Hola, qué tenemos aquí! ¿A qué debo tanto honor? ¿Qué negocio trae a maese Floyd a mi humilde casa?
Mckenzie y Floyd se conocían desde hacía mucho tiempo y este gustaba de corresponder a la retórica del escocés con su jerga gentil aprendida en sus años de servicio al virrey.
- ¡Salud al mejor armero que han visto los siglos! Graves asuntos me traen a vuestra casa, donde espero encontrar consuelo a mis aflicciones y remedio a mis menesteres.
- No dudéis que gustoso removeré cielo y tierra para dar cumplida satisfacción a vuestras demandas. Pero decid ya qué delicados afanes os llevan como alma en pena y cómo mi ciencia puede ayudaros a remediarlos.
- Es el caso que debo afrontar sin dilación un grave asunto de honor que afecta a mi persona y a la de una dama cuyo nombre no viene al caso. Para salir airoso de semejante trance necesito atinado consejo y una buena panoplia de armas de vuestra excelsa factoría ya que recelo que haya gente interesada en estorbar mis propósitos.
- En tratando asuntos de amor mala conseja os puede dar quien de experiencia carece en tales lides amén de que no soy amigo de conocer detalles que puedan lesionar mi negocio o mi persona. En lo tocante a la armería y si hay oro de por medio, no dudéis que encontraréis cumplida respuesta a vuestros demandas, que no hallaréis en toda la isla acero más fino y fiable que el que trabaja el que tenéis delante.
- Pues así me consta, heme aquí en demanda de cuchillería, espada larga y ligera de doble filo y gavilán dorado y algún pistolete de fácil embozo y letal disparo. Respecto al oro no alberguéis temor que seréis recompensado con creces como vuestra obra merece.
Los ojos de Mckenzie brillaban ya como el oro que esperaba ganar con aquel negocio. Su industria era hacer armas que mataran con limpieza y eficacia sin preocuparse de quien las iba a utilizar ni contra quien. Conocía bien la ley del puerto. Tras las precisiones de rigor sobre el tipo y calidad de las armas que Floyd necesitaba y las florituras verbales de despedida, este ya se encaminaba a la puerta cuando el escocés exclamó:
- ¡Ah, maese Floyd! Aunque mis manos aún están ágiles y prestas mi memoria sufre a veces la ponzoña del tiempo y acabo de recordar que habían dejado para vos un cuidado paquete con el recado de entregároslo cuando mis ojos tuvieran la dicha de encontraros en cualquier recodo del camino ensortijado que...
- ¡Acabad ya de una vez, maldito escocés! y venga ese paquete- bramó Floyd, al que ya no complacía la verborrea del armero.
Mckenzie pasó a la trastienda y salió con un primoroso paquete forrado en terciopelo azul que entregó al Negro sin dilación. Este lo sopesó y preguntó a boca jarro y sin retóricas:
- ¿Quién os entregó este presente? ¿Eran varios? ¿Qué aspecto tenían? ¿Os dijeron algo más?
Por toda respuesta el escocés retomó su retahíla:
- Ya os he dicho maese Floyd que la pozoña del tiempo ha anidado en mala hora en mi memoria y a pesar de que sería mi ferviente deseo complaceros con esas noticias que demandáis no encuentro en mi pobre cabeza las reseñas que...
Aunque el Negro hubiera deseado en esos momentos coger del cuello a aquel mentecato y apretárselo hasta hacerle confesar todo comprendió que sólo cumplía al pie de la letra la poderosa ley del puerto. Además pensó que aún tenía que fabricarle las armas que le había pedido, así que salió de la tienda dando un portazo y dejando al escocés con su palabrería hueca en la boca.
Se alejó unos pasos de la tienda y ya en el puerto, protegido por unas redes de miradas indiscretas, se decidió a abrir el misterioso paquete. Lo que vio le hizo dar un respingo de aprensión, allí estaba la mano derecha del pobre Mano de Sable a la que le faltaba el dedo anular. La carne verdosa por la putrefacción resaltaba sobre el blanco de un pergamino que estaba en el fondo invitándole a leerlo. Apartó con aprensión el miembro descompuesto y sacó con cuidado la carta. Con la misma letra que el billete encontrado en la taberna del Buey Dorado pudo leer:
EL TIEMPO SE ACABA. SI QUIERES TU TESORO Y EL RESTO DE TU AMIGO NO TARDES EN ACUDIR A LA CITA.
Aquel juego del gato y el ratón ya empezaba a cansarle. Estaba claro que sus poderosos adversarios lo querían en bandeja, sin testigos incómodos, allá donde se juntan los dos mundos. Sabían que el cebo que empleaban sería suficiente para que acudiera como un pececillo a sus garras. Pero él no estaba dispuesto a dejarse pescar con tanta facilidad. Sumido en estas cavilaciones se palpó distraídamente una cicatriz antigua que tenía en la mejilla y su tacto rugoso le transportó otra vez a la bodega del Virgen del Socorro...
La dama española estaba donde la habían dejado, tirada sobre un rimero de cuerdas y atalajes. Ahora que la podía observar bien le pareció aún más hermosa que antes. A través del vestido desgarrado y sucio se adivinaban unas carnes blancas como la espuma y duras como el coral. Pero Floyd sólo pensaba en el aspecto desvalido y frágil de su trofeo. Un sentimiento de compasión nuevo en él le sorprendió y alarmó al mismo tiempo. En otras circunstancias la habría derribado sobre el camastro y la habría poseído con furia pero ahora se encontraba allí delante sin saber muy bien qué hacer, sólo contemplándola. Al inclinarse sobre ella para levantarla vio como el rayo un destello metálico y sintió en la mejilla el fuego del acero que abría sus carnes. Instintivamente sujetó con un brazo la mano que lo hería y con el otro asestó un golpe seco en el bello rostro de la dama. Esta, sin dejar de forcejear, empezó a gritar insultándole, mientras un hilo de sangre manaba por la comisura de sus labios. Una vez desarmada, Floyd la sujetó con fuerza. La respiración entrecortada y jadeante la hacía parecer un animal acosado y furioso dispuesto a volver a la lucha en cualquier momento. Pero, tras unos instantes, en lugar de eso pareció remansarse e incluso abandonarse en los fuertes brazos del Negro. O al menos eso le pareció a él que, sin bajar del todo la guardia, se limpió como pudo la abundante sangre que corría por su cara, mientras aflojaba poco a poco la presión de sus brazos. La dama miraba espantada la herida de Floyd y apenas pudo soltarse cogió un pañuelo de su enagua y la taponó con fuerza. Parecía ya sosegada y continuó curando la herida con pericia. El roce de sus dedos en la cara de Floyd le hizo a este confiarse ya del todo y, a pesar del dolor, transportarse a un mundo de ensueño a mil millas de aquel viejo barco en mitad del océano. Por fin podía disfrutar de su trofeo pero sus sentimientos eran tan nuevos para él que no sabía como hacerlo, sólo la contemplaba embobado, como fuera de sí...
- ¡Hola, qué tenemos aquí! ¿A qué debo tanto honor? ¿Qué negocio trae a maese Floyd a mi humilde casa?
Mckenzie y Floyd se conocían desde hacía mucho tiempo y este gustaba de corresponder a la retórica del escocés con su jerga gentil aprendida en sus años de servicio al virrey.
- ¡Salud al mejor armero que han visto los siglos! Graves asuntos me traen a vuestra casa, donde espero encontrar consuelo a mis aflicciones y remedio a mis menesteres.
- No dudéis que gustoso removeré cielo y tierra para dar cumplida satisfacción a vuestras demandas. Pero decid ya qué delicados afanes os llevan como alma en pena y cómo mi ciencia puede ayudaros a remediarlos.
- Es el caso que debo afrontar sin dilación un grave asunto de honor que afecta a mi persona y a la de una dama cuyo nombre no viene al caso. Para salir airoso de semejante trance necesito atinado consejo y una buena panoplia de armas de vuestra excelsa factoría ya que recelo que haya gente interesada en estorbar mis propósitos.
- En tratando asuntos de amor mala conseja os puede dar quien de experiencia carece en tales lides amén de que no soy amigo de conocer detalles que puedan lesionar mi negocio o mi persona. En lo tocante a la armería y si hay oro de por medio, no dudéis que encontraréis cumplida respuesta a vuestros demandas, que no hallaréis en toda la isla acero más fino y fiable que el que trabaja el que tenéis delante.
- Pues así me consta, heme aquí en demanda de cuchillería, espada larga y ligera de doble filo y gavilán dorado y algún pistolete de fácil embozo y letal disparo. Respecto al oro no alberguéis temor que seréis recompensado con creces como vuestra obra merece.
Los ojos de Mckenzie brillaban ya como el oro que esperaba ganar con aquel negocio. Su industria era hacer armas que mataran con limpieza y eficacia sin preocuparse de quien las iba a utilizar ni contra quien. Conocía bien la ley del puerto. Tras las precisiones de rigor sobre el tipo y calidad de las armas que Floyd necesitaba y las florituras verbales de despedida, este ya se encaminaba a la puerta cuando el escocés exclamó:
- ¡Ah, maese Floyd! Aunque mis manos aún están ágiles y prestas mi memoria sufre a veces la ponzoña del tiempo y acabo de recordar que habían dejado para vos un cuidado paquete con el recado de entregároslo cuando mis ojos tuvieran la dicha de encontraros en cualquier recodo del camino ensortijado que...
- ¡Acabad ya de una vez, maldito escocés! y venga ese paquete- bramó Floyd, al que ya no complacía la verborrea del armero.
Mckenzie pasó a la trastienda y salió con un primoroso paquete forrado en terciopelo azul que entregó al Negro sin dilación. Este lo sopesó y preguntó a boca jarro y sin retóricas:
- ¿Quién os entregó este presente? ¿Eran varios? ¿Qué aspecto tenían? ¿Os dijeron algo más?
Por toda respuesta el escocés retomó su retahíla:
- Ya os he dicho maese Floyd que la pozoña del tiempo ha anidado en mala hora en mi memoria y a pesar de que sería mi ferviente deseo complaceros con esas noticias que demandáis no encuentro en mi pobre cabeza las reseñas que...
Aunque el Negro hubiera deseado en esos momentos coger del cuello a aquel mentecato y apretárselo hasta hacerle confesar todo comprendió que sólo cumplía al pie de la letra la poderosa ley del puerto. Además pensó que aún tenía que fabricarle las armas que le había pedido, así que salió de la tienda dando un portazo y dejando al escocés con su palabrería hueca en la boca.
Se alejó unos pasos de la tienda y ya en el puerto, protegido por unas redes de miradas indiscretas, se decidió a abrir el misterioso paquete. Lo que vio le hizo dar un respingo de aprensión, allí estaba la mano derecha del pobre Mano de Sable a la que le faltaba el dedo anular. La carne verdosa por la putrefacción resaltaba sobre el blanco de un pergamino que estaba en el fondo invitándole a leerlo. Apartó con aprensión el miembro descompuesto y sacó con cuidado la carta. Con la misma letra que el billete encontrado en la taberna del Buey Dorado pudo leer:
EL TIEMPO SE ACABA. SI QUIERES TU TESORO Y EL RESTO DE TU AMIGO NO TARDES EN ACUDIR A LA CITA.
Aquel juego del gato y el ratón ya empezaba a cansarle. Estaba claro que sus poderosos adversarios lo querían en bandeja, sin testigos incómodos, allá donde se juntan los dos mundos. Sabían que el cebo que empleaban sería suficiente para que acudiera como un pececillo a sus garras. Pero él no estaba dispuesto a dejarse pescar con tanta facilidad. Sumido en estas cavilaciones se palpó distraídamente una cicatriz antigua que tenía en la mejilla y su tacto rugoso le transportó otra vez a la bodega del Virgen del Socorro...
La dama española estaba donde la habían dejado, tirada sobre un rimero de cuerdas y atalajes. Ahora que la podía observar bien le pareció aún más hermosa que antes. A través del vestido desgarrado y sucio se adivinaban unas carnes blancas como la espuma y duras como el coral. Pero Floyd sólo pensaba en el aspecto desvalido y frágil de su trofeo. Un sentimiento de compasión nuevo en él le sorprendió y alarmó al mismo tiempo. En otras circunstancias la habría derribado sobre el camastro y la habría poseído con furia pero ahora se encontraba allí delante sin saber muy bien qué hacer, sólo contemplándola. Al inclinarse sobre ella para levantarla vio como el rayo un destello metálico y sintió en la mejilla el fuego del acero que abría sus carnes. Instintivamente sujetó con un brazo la mano que lo hería y con el otro asestó un golpe seco en el bello rostro de la dama. Esta, sin dejar de forcejear, empezó a gritar insultándole, mientras un hilo de sangre manaba por la comisura de sus labios. Una vez desarmada, Floyd la sujetó con fuerza. La respiración entrecortada y jadeante la hacía parecer un animal acosado y furioso dispuesto a volver a la lucha en cualquier momento. Pero, tras unos instantes, en lugar de eso pareció remansarse e incluso abandonarse en los fuertes brazos del Negro. O al menos eso le pareció a él que, sin bajar del todo la guardia, se limpió como pudo la abundante sangre que corría por su cara, mientras aflojaba poco a poco la presión de sus brazos. La dama miraba espantada la herida de Floyd y apenas pudo soltarse cogió un pañuelo de su enagua y la taponó con fuerza. Parecía ya sosegada y continuó curando la herida con pericia. El roce de sus dedos en la cara de Floyd le hizo a este confiarse ya del todo y, a pesar del dolor, transportarse a un mundo de ensueño a mil millas de aquel viejo barco en mitad del océano. Por fin podía disfrutar de su trofeo pero sus sentimientos eran tan nuevos para él que no sabía como hacerlo, sólo la contemplaba embobado, como fuera de sí...
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