8 de septiembre de 2007

EL JUNTAPALABRAS I


AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOYD, EL NEGRO


La tenue luz del atardecer se colaba en haces como cuchillos por las rendijas de aquel sótano destartalado cuando Floyd el Negro bajó para recoger lo que era suyo. Estaba en la bodega de la taberna del Buey Dorado y había llegado allí tras varios años de búsqueda incesante en pos de su tesoro. Bajó con cuidado unas empinadas escaleras que crujían a cada paso y levantaban pequeñas nubes de polvo antiguo que revoloteaba en los cuchillos de luz dándoles un cuerpo amenazador. El farol que llevaba en la mano apenas le alumbraba sus propios pies y daba a toda la escena una luz mortecina, como de mal augurio. Se diría que estaba en la sentina del más cochambroso barco de los muchos en que había navegado. Al llegar abajo colgó el farol de una viga, subió la llama todo lo que pudo y se dispuso a inspeccionar el lugar. Por todas partes se amontonaban cachivaches inútiles sin orden ni concierto, antiguos garfios de abordaje, toneles de vino agriado, cuerdas y maromas, fanales de estaño, botes de brea maloliente... Parecía que allí no había bajado nadie en mucho tiempo y sin embargo Floyd el Negro notaba en el ambiente una presencia vaga y amenazadora. Se puso en alerta y empuñó, sin desenvainarlo, el machete que llevaba a la cintura y que le había librado de tantos peligros en su azarosa vida. Súbitamente oyó tras de sí un estridente chillido seguido de otros mientras veía correr entre sus piernas un tropel de ratas de tamaño descomunal que salían de una especie de trampilla que daba paso a otra estancia. Cogió el farol y se acercó lentamente pero un hedor insoportable lo hizo recular asqueado. Se embozó su pañuelo pirata sobre la boca y empujó con precaución el postigo. Allí estaba, socarrón como siempre y más bien desmejorado, su compinche Mano de Sable. Sentado en un diván con la cabeza echada hacia atrás se diría que estaba durmiendo la borrachera de no ser porque unos juguetones gusanos verdes y amarillos le asomaban por la nariz y las orejas. Estas estaban reducidas a dos colgajos de carne putrefacta que se mezclaban con unos mechones de pelo blancuzco y raído de lo que fue su hermosa cabellera. La nariz, comida por las ratas, se precipitaba en cascada sanguinolenta sobre lo que fue su boca que ahora no era sino un agujero negro del que asomaban varios dientes amarillentos semejando las teclas de un desvencijado piano. Los ojos colgaban de sus órbitas pendiendo de finos nervios entrelazados. La piel, allí donde le quedaba, era una estopa amojamada y negruzca que colgaba de los huesos o se retorcía en un último intento de aferrarse a ellos. En conjunto no presentaba un aspecto muy lozano Mano de Sable. Ante tan espantosa visión Floyd el Negro retrocedió despavorido y tropezó con un viejo armario que al caer provocó un gran estruendo. Por el estrépito producido un ojo de Mano de Sable se desprendió del fino hilo del que pendía, cayó al suelo y fue rondando mansamente hasta topar con el pie de Jhon Chapeta que se hubiera asustado mucho si no llevara varias semanas descomponiéndose lánguidamente en compañía de su compinche.

A pesar de todo lo que había vivido, el Negro nunca había visto un espectáculo semejante. El tétrico juego de sombras que provocaba la débil llama del farol producía en los rostros de aquellos dos desdichados unas pavorosas muecas que parecían conferir vida a sus despojos haciéndolos reír o llorar alternativamente. Una vez repuesto de la primera impresión observó más atentamente los cuerpos de sus dos antiguos camaradas de armas y correrías. Estaban atados a sus asientos y por las manchas de sangre seca de sus ropas y las manos derechas que les faltaban a los dos no debían haber tenido una muerte muy apacible. Sus ojos, incluso el que reposaba a los pies de Jhon Chapeta, parecían mirar a un mismo punto como si hubieran querido señalar algo al Negro en su último suspiro. Este siguió la dirección que marcaban y vio reposando en un estante algo que por el momento sólo era una sombra. Se acercó y comprobó horrorizado que era una de las manos. Supo que era la de Jhon Chapeta porque le faltaba el dedo meñique que él mismo le había arrancado de un bocado en una riña tabernaria hacía años. El pobre Chapeta nunca le había perdonado del todo porque decía que ese era su dedo preferido para limpiarse los dientes. Así de aseado era él. De todas formas ahora ya no le hacía falta porque sus dientes estaban esparcidos por la sucia madera del suelo. Floyd el Negro observó con aprensión la mano y vio que el dedo índice, o mejor sus huesos, parecían señalar en otra dirección como continuando el macabro juego que alguien le había preparado. Dirigió su mirada hacia allí esperando encontrar la otra mano pero sólo vio un pergamino mugriento clavado en una pared. Lo descolgó y leyó con atención.

LA MANO QUE BUSCAS, CON TU TESORO, ESTA ESPERÁNDOTE EN EL LUGAR EN QUE SE JUNTAN LOS DOS MUNDOS. TUS AMIGOS NOS LO DIERON Y NOSOTROS TE LO GUARDAMOS. NO FALTES.

El Negro tiró el papel con furia y se sentó a pensar. Tras dos largos años de búsqueda había sabido de su tesoro, pero él no podía ir personalmente a recogerlo. Encargó a Mano de Sable y al Chapeta la misión de robarlo y traérselo a cambio de cien doblones de oro. Había recibido de ellos el mensaje de que se lo entregarían en la taberna del Buey Dorado y ahora se encontraba con esto. Caro les había salido el negocio a sus antiguos camaradas, gente dura, viejos lobos de mar fajados en cien combates, habituados a la lucha tanto en el mar como en el puerto. Así que supuso que debían haber sido muchos y bravos los que los entramparon y les hicieron confesar donde estaba su tesoro para arrebatárselo. Y si habían podido con ellos ¿por qué no lo habían esperado a él y en cambio le habían dado esa extraña cita? La gente que estaba en el negocio era poderosa y sabía que él iría no sólo allí donde se juntan los dos mundos sino al fin de ellos si fuera preciso para recobrar lo que era suyo. Después de tanto tiempo de búsqueda sentía que tenía que acabar con aquello como fuera, se lo debía a ella, a su memoria. No preguntó a nadie de la taberna por lo sucedido porque sabía bien la respuesta. La ley del puerto impone el silencio y la delación es el peor de los pecados que se paga con el peor de los castigos. Ente la gente del mar cada uno arregla sus asuntos y este también debía afrontarlo él solo.

Salió a la calle y aspiró una profunda bocanada del aire salitroso del mar como queriendo liberarse de la viciada atmósfera del sótano. Floyd era alto y enjuto. Su tez cetrina y sus ojos claros denotaban su oscuro origen, producto de un largo historial de mestizajes, como el de un perro callejero. Su rostro afilado, partido por una intensa nariz aguileña, mostraba las huellas de una azarosa vida de peligros en forma de profundas arrugas y alguna cicatriz de hondo recuerdo. La negra y descuidada cabellera hasta los hombros y los miembros sarmentosos y livianos completaban en aquel hombre que frisaba los cincuenta la estampa de un genuino bucanero.

Aún había mucha luz y decidió darse un paseo para despejar sus ideas y pensar lo que debía hacer. A los pocos pasos otra vez aquellas palabras con las que empezó todo resonaron en su cabeza...

- ¡Eh, muchachos, venid! que aquí aún queda una zorrita española.

El que hablaba era el viejo Smity, el del garfio de plata, que se encontraba junto con el resto de la tripulación del Sir Frances completando el saqueo del galeón español Virgen del Socorro. El abordaje había sido sencillo, sólo habían caído tres de los suyos y el joven Carlton que tenía una cuchillada en las tripas y moriría sin remedio. De los españoles, los que no habían muerto en el asalto, habían huido en una chalupa donde morirían de sed y serían pasto de los tiburones. A los prisioneros ya se les había pasado por la quilla, según la costumbre pirata, o se les había degollado en cubierta y arrojado al mar. Fue en el registro de las bodegas en busca del oro cuando sonó el grito del viejo Smity. Todos se abalanzaron al estrecho cuchitril del que provenía la llamada. Floyd el Negro llegó cuando Smity sacaba de los pelos a la infeliz doncella y la exhibía como un trofeo más de la rapiña. Ella se mantenía firme y orgullosa, sin llantos ni súplicas, a pesar de lo dramático de su situación. El Negro creyó ver en sus hermosos ojos un destello de fiereza que le atrajo desde el principio. A partir de ese momento supo que sería suya.

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