29 de septiembre de 2007

EL JUNTAPALABAS IV

AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOYD, EL NEGRO

Aquella noche había quedado citado con los hermanos Cara de Plata para proponerles el negocio que le andaba rondando desde que los vio. No quería darles muchos detalles ni que lo vieran mucho con ellos para evitarles el final de Mano de Sable y el Chapeta. De todas formas los Cara de Plata no eran de muchas entendederas ni tampoco necesitaban de muchas precisiones para embarcarse en cualquier asunto que les asegurara ron y mujeres. El escocés le había pedido tres días para facilitarle las armas y ese era el tiempo que tenía para convencerles y que se enteraran bien de lo que debían hacer, lo que conociéndolos no era mucho.

Cuando entró en la taberna del Ciempiés Pete y Garfield ya andaban medio amontonados con dos pelanduscas que tenían sobre sus rodillas haciéndoles carantoñas. Al ver al Negro le animaron a unirse a ellos entre cánticos que denotaban el fuerte trasiego de ron que ya llevaban en el cuerpo.

- ¡Floyd, amigo! Comparte con nosotros estas dos bellas damiselas. Tienen las carnes prietas y les gustan los tipos finos como tú- exclamó Pete golpeando sonoramente las cachas de la mujer que tenía encima.

- Tenemos que hablar de negocios- respondió gravemente el Negro.

Al oír esa palabra los Cara de Plata se levantaron al unísono dejando caer sobre la tarima a las dos madamas. Se cuadraron con un gesto cómico ante su amigo y se alejaron con él hacia un discreto rincón de la cantina. Eran gente seria para los negocios y parecieron recuperar repentinamente la escasa lucidez que tenían cuando aún estaban sobrios. En una mesa del fondo Floyd les explicó detalladamente su plan. Dos botellas de ron más tarde, Pete y Garfield dieron su consentimiento y propusieron celebrar el acuerdo con otras dos botellas... y las dos madamas abandonadas. Pero estas ya habían encontrado a dos apuestos marineros que las magreaban descaradamente en un escaso canapé.

- ¡Plegad velas, marineros! Que estas sirenas tienen dueño y no seréis vosotros quienes las llevéis a la bodega- tronó Garfield plantándose delante del cuarteto amoroso.

Los marineros, dos bigardos de buena planta, se encararon con los Cara de Plata.

- El que abandona la guardia bien merece un remojón y por Dios que os lo daremos si no leváis anclas a otro puerto- dijo calmoso el más alto.

- No seréis vosotros los que me lo deis, que cuando aún chapoteabais en la bañera ya había corrido yo los siete mares conocidos. Así que dejad el amorío al punto si no queréis dejar aquí la piel en esta empresa- amenazó ya con cara de pocos amigos Garfield.

Los Cara de Plata y los dos jóvenes marinos estaban enfrentados como gallos de pelea pero detrás de estos se habían colocado tres o cuatro de sus camaradas dispuestos también a la lucha. El Negro se mantenía en un prudente segundo plano, a verlas venir. El resto de la parroquia seguía con atención el desafío a la espera de ver una buena refriega.

- ¿Qué tenemos aquí? ¡Los infantes necesitan de sus amiguitos!- dijo en tono burlón Pete cuando vio formado el grupo- A lo mejor también quieren ayuda con las señoritas ¿verdad?- y acompañó esta última palabra de un envite furioso contra el que tenía delante.

Con el primer cabezazo dejó fuera de combate al pipiolo, que quedó en el suelo con la nariz rota. A partir de aquí todo fue muy deprisa. Los mamporros se repartían a diestro y siniestro y los dientes rotos empezaban a tapizar el suelo de madera. Pronto de los puños se pasó a las sillas y las botellas rotas. Floyd capeaba como podía el temporal de golpes que se le venía encima y arreaba estopa con una porra corta que siempre llevaba en la casaquilla. Todo eran gritos y confusión hasta que de un montón en el que Pete tenía a tres de los petimetres encima uno de estos saltó hacia atrás dando un alarido y llevándose las manos al cuello del que manaba un violento chorro de sangre. Dio unos pasos tambaleantes y cayó al suelo fulminado. Todos quedaron en silencio mientras Pete retrocedía estupefacto con la faca ensangrentada en su mano. Garfield y Floyd aprovecharon el momento de desconcierto para sacarlo en volandas y salir de najas del antro. Cuando los demás quisieron reaccionar los tres amigos ya estaban a salvo bajo un espigón cubierto.

- ¡Malditos hijos de Satanás!- gruñó entre dientes el Negro- Lo habéis echado todo a perder. Esto se va a poner muy feo ahora con todos esos buscándonos como a perros. Debéis largaros y esconderos hasta que todo se calme. No olvidéis lo pactado.

Los Cara de Plata, cariacontecidos, aguantaron la bronca como dos niños malos y salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Floyd también se deslizó por la noche y se confundió con las sombras para ponerse a salvo.

Los dos días siguientes los pasó el Negro escondido en la buhardilla de Masteroy un antiguo camarada de armas de sus años de servicio a la ley. Una explosión de pólvora le había arrancado un brazo y malvivía de una mísera pensión del virrey en aquel tabuco. Floyd sabía que no podían acusarle de nada porque no había matado a nadie pero no quería responder a preguntas engorrosas del fiscal o ser plato de la venganza de los amigos del finado. Pasaba el tiempo recordando con su amigo sus andanzas, cuando se dedicaban al servicio del virrey para purgar sus años de piratería. Su trabajo consistía en vigilar el contrabando de oro, ron y tabaco para asegurarse de que las arcas de la Corona y los bolsillos del virrey y su corte recibían su copioso convoluto. Además debían “disuadir” a los matuteros que querían establecerse por su cuenta haciéndoles comprobar en sus carnes lo perjudicial para la salud que podía llegar a ser el trabajo por cuenta propia. Bonita forma de redimirse pensaba el Negro. Pero también le dio tiempo a pensar en otras cosas...

El resto del viaje junto a la damita española fue como un bálsamo de todos sus sentidos. Se sentía más vivo que nunca. Durante aquellas tres semanas de regreso del Sir Frances al puerto de Kingston sintió por primera vez que podía despertar en alguien otra cosa que no fuera odio o temor. Doña Teresita, dama de familia principal de Sevilla, según decía ella, mantenía con él una relación estudiadamente ambigua de amor y odio que lo mantenía literalmente en ascuas. Temía sus desdenes tanto como ansiaba sus requiebros. A las noches de tiernos escarceos amorosos sucedían jornadas de lánguida y distante melancolía de doña Teresita, cuando no arrebatos de dignidad herida. Floyd andaba como abanto, pendiente de las más mínimas reacciones de la damisela, pero deleitándose al mismo tiempo con aquellas sensaciones nuevas para él.

El resto de la tripulación se iba poniendo más nerviosa y agresiva conforme pasaban las jornadas y veían el estado de embobamiento en que se encontraba Floyd. Una mujer a bordo de un barco pirata es como una bomba con espoleta retardada. Ni siquiera el recurso de supervivencia que suponía el jugársela a muerte para evitar las continuas disputas parecía haber aliviado la tensión que crecía por momentos. En dos ocasiones el Negro tuvo que salir de su estado de embeleso y cortar de raíz avances de los marineros más fogosos.

Cuando la atmósfera ya se hacía irrespirable, por fin avistaron el puerto. Siguiendo la costumbre pirata Floyd tuvo que pagar casi toda su parte del botín por quedarse con la rehén y lo peor era que no sabía qué iba a hacer con ella. Presumía que en tierra no podrían mantener la misma relación que en el barco entre otras cosas porque no estaba muy seguro de cuál había sido esa relación. Tampoco estaba dispuesto a venderla a ningún comerciante desaprensivo ni quería ni sabría mantenerla a su lado a la fuerza. Además, en los momentos de lucidez que le permitía su enajenación, no dejaba de recelar que la dama sólo se había aprovechado de él para evitar ser moneda de cambio entre toda la tripulación. En su confusión no sabía siquiera si lo que sentía era amor, deseo o una mezcla de ambos. De todas formas no tardaría en comprobar que la solución a este dilema le vendría dada en breve y de forma harto desagradable.

22 de septiembre de 2007

EL JUNTAPALABRAS III

AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOYD EL NEGRO
Mckenzie, el armero, era un viejo pirata escocés de largas barbas, cuerpo sucinto y aspecto ratonil que había recalado en el puerto después de mil viajes por todos los mares conocidos. Tenía fama de ser el mejor en su oficio y no hacía distingos entre sus clientes que iban desde el propio virrey hasta la gente de más baja estofa de aquella parte de la costa. Sólo le interesaba que le pagaran en oro contante y que hablaran bien de sus obras. Acompañaba a su aire ladino un lenguaje afectado y pomposo que casaba mal con la rudeza de modales de su parroquia.

- ¡Hola, qué tenemos aquí! ¿A qué debo tanto honor? ¿Qué negocio trae a maese Floyd a mi humilde casa?

Mckenzie y Floyd se conocían desde hacía mucho tiempo y este gustaba de corresponder a la retórica del escocés con su jerga gentil aprendida en sus años de servicio al virrey.

- ¡Salud al mejor armero que han visto los siglos! Graves asuntos me traen a vuestra casa, donde espero encontrar consuelo a mis aflicciones y remedio a mis menesteres.

- No dudéis que gustoso removeré cielo y tierra para dar cumplida satisfacción a vuestras demandas. Pero decid ya qué delicados afanes os llevan como alma en pena y cómo mi ciencia puede ayudaros a remediarlos.

- Es el caso que debo afrontar sin dilación un grave asunto de honor que afecta a mi persona y a la de una dama cuyo nombre no viene al caso. Para salir airoso de semejante trance necesito atinado consejo y una buena panoplia de armas de vuestra excelsa factoría ya que recelo que haya gente interesada en estorbar mis propósitos.

- En tratando asuntos de amor mala conseja os puede dar quien de experiencia carece en tales lides amén de que no soy amigo de conocer detalles que puedan lesionar mi negocio o mi persona. En lo tocante a la armería y si hay oro de por medio, no dudéis que encontraréis cumplida respuesta a vuestros demandas, que no hallaréis en toda la isla acero más fino y fiable que el que trabaja el que tenéis delante.

- Pues así me consta, heme aquí en demanda de cuchillería, espada larga y ligera de doble filo y gavilán dorado y algún pistolete de fácil embozo y letal disparo. Respecto al oro no alberguéis temor que seréis recompensado con creces como vuestra obra merece.

Los ojos de Mckenzie brillaban ya como el oro que esperaba ganar con aquel negocio. Su industria era hacer armas que mataran con limpieza y eficacia sin preocuparse de quien las iba a utilizar ni contra quien. Conocía bien la ley del puerto. Tras las precisiones de rigor sobre el tipo y calidad de las armas que Floyd necesitaba y las florituras verbales de despedida, este ya se encaminaba a la puerta cuando el escocés exclamó:

- ¡Ah, maese Floyd! Aunque mis manos aún están ágiles y prestas mi memoria sufre a veces la ponzoña del tiempo y acabo de recordar que habían dejado para vos un cuidado paquete con el recado de entregároslo cuando mis ojos tuvieran la dicha de encontraros en cualquier recodo del camino ensortijado que...

- ¡Acabad ya de una vez, maldito escocés! y venga ese paquete- bramó Floyd, al que ya no complacía la verborrea del armero.
Mckenzie pasó a la trastienda y salió con un primoroso paquete forrado en terciopelo azul que entregó al Negro sin dilación. Este lo sopesó y preguntó a boca jarro y sin retóricas:

- ¿Quién os entregó este presente? ¿Eran varios? ¿Qué aspecto tenían? ¿Os dijeron algo más?

Por toda respuesta el escocés retomó su retahíla:

- Ya os he dicho maese Floyd que la pozoña del tiempo ha anidado en mala hora en mi memoria y a pesar de que sería mi ferviente deseo complaceros con esas noticias que demandáis no encuentro en mi pobre cabeza las reseñas que...

Aunque el Negro hubiera deseado en esos momentos coger del cuello a aquel mentecato y apretárselo hasta hacerle confesar todo comprendió que sólo cumplía al pie de la letra la poderosa ley del puerto. Además pensó que aún tenía que fabricarle las armas que le había pedido, así que salió de la tienda dando un portazo y dejando al escocés con su palabrería hueca en la boca.

Se alejó unos pasos de la tienda y ya en el puerto, protegido por unas redes de miradas indiscretas, se decidió a abrir el misterioso paquete. Lo que vio le hizo dar un respingo de aprensión, allí estaba la mano derecha del pobre Mano de Sable a la que le faltaba el dedo anular. La carne verdosa por la putrefacción resaltaba sobre el blanco de un pergamino que estaba en el fondo invitándole a leerlo. Apartó con aprensión el miembro descompuesto y sacó con cuidado la carta. Con la misma letra que el billete encontrado en la taberna del Buey Dorado pudo leer:

EL TIEMPO SE ACABA. SI QUIERES TU TESORO Y EL RESTO DE TU AMIGO NO TARDES EN ACUDIR A LA CITA.

Aquel juego del gato y el ratón ya empezaba a cansarle. Estaba claro que sus poderosos adversarios lo querían en bandeja, sin testigos incómodos, allá donde se juntan los dos mundos. Sabían que el cebo que empleaban sería suficiente para que acudiera como un pececillo a sus garras. Pero él no estaba dispuesto a dejarse pescar con tanta facilidad. Sumido en estas cavilaciones se palpó distraídamente una cicatriz antigua que tenía en la mejilla y su tacto rugoso le transportó otra vez a la bodega del Virgen del Socorro...

La dama española estaba donde la habían dejado, tirada sobre un rimero de cuerdas y atalajes. Ahora que la podía observar bien le pareció aún más hermosa que antes. A través del vestido desgarrado y sucio se adivinaban unas carnes blancas como la espuma y duras como el coral. Pero Floyd sólo pensaba en el aspecto desvalido y frágil de su trofeo. Un sentimiento de compasión nuevo en él le sorprendió y alarmó al mismo tiempo. En otras circunstancias la habría derribado sobre el camastro y la habría poseído con furia pero ahora se encontraba allí delante sin saber muy bien qué hacer, sólo contemplándola. Al inclinarse sobre ella para levantarla vio como el rayo un destello metálico y sintió en la mejilla el fuego del acero que abría sus carnes. Instintivamente sujetó con un brazo la mano que lo hería y con el otro asestó un golpe seco en el bello rostro de la dama. Esta, sin dejar de forcejear, empezó a gritar insultándole, mientras un hilo de sangre manaba por la comisura de sus labios. Una vez desarmada, Floyd la sujetó con fuerza. La respiración entrecortada y jadeante la hacía parecer un animal acosado y furioso dispuesto a volver a la lucha en cualquier momento. Pero, tras unos instantes, en lugar de eso pareció remansarse e incluso abandonarse en los fuertes brazos del Negro. O al menos eso le pareció a él que, sin bajar del todo la guardia, se limpió como pudo la abundante sangre que corría por su cara, mientras aflojaba poco a poco la presión de sus brazos. La dama miraba espantada la herida de Floyd y apenas pudo soltarse cogió un pañuelo de su enagua y la taponó con fuerza. Parecía ya sosegada y continuó curando la herida con pericia. El roce de sus dedos en la cara de Floyd le hizo a este confiarse ya del todo y, a pesar del dolor, transportarse a un mundo de ensueño a mil millas de aquel viejo barco en mitad del océano. Por fin podía disfrutar de su trofeo pero sus sentimientos eran tan nuevos para él que no sabía como hacerlo, sólo la contemplaba embobado, como fuera de sí...

18 de septiembre de 2007

DALE AL COCO POCO A POCO


En vista de la escasa habilidad que demostráis ante el reto de los lapiceros paso a informaros de la solución. Los lapiceros se deben poner como formando una pirámide de base triangular con lo que quedan formados cuatro triángulos idénticos con seis lapiceros. Como en la figura.
¡Ánimo!

14 de septiembre de 2007

EL JUNTAPALABRAS II

AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOYD, EL NEGRO


Unos golpecitos en la espalda lo sacaron bruscamente de sus recuerdos. Al volverse vio ante sí, risueños como siempre, a los hermanos Pete y Garfield Cara de Plata.

- ¡Ah, bribones!- exclamó- ¿De dónde salís vosotros? Hace años que no os veía. Os hacía ya colgando de alguna cuerda del virrey.

- No tiene cuerda el virrey para atarnos y menos para echárnosla al cuello- dijo entre risas Pete.

- Hemos estado en las Indias, con Silver el Cojo. Allí el agua huele a mandarina y las mujeres a lavanda. Pero el ron sabe a rayos y hemos decidido volver. ¿Y tú? No te veíamos desde la chapuza aquella de Lisboa, ¿recuerdas? con los hombres del rey corriendo como perros de presa detrás de nosotros por una bella damita que tú habías enamorado.

El que hablaba era Garfield el hermano gemelo de Pete. Los llamaban Cara de Plata porque tenían los dos el lado derecho de la cara de un color plateado por las quemaduras que les había causado un arcabuzazo a quemarropa en un asalto a un buque inglés. Siempre iban juntos a todas partes, eran inseparables. Los dos, altos y fornidos como castillos, eran el terror de las mujeres de mala vida de los puertos, a las que, cómo no, se llevaban siempre a pares, dos, cuatro, seis... Tenían sembrada de Caritas de Plata toda la costa caribeña y seguramente las Indias Orientales, por lo que acaba de oír el Negro. Este continuó:

- Sí, y también recuerdo los toneles de buen vino de Porto que hicisteis rodar para quitarnos aquella chusma de los talones. No nos echaron mano pero se debieron coger una buena cogorza a nuestra costa.

- Como la que vamos a coger nosotros ahora mismo para celebrar este encuentro, ¿verdad?- exclamó Pete.
El Negro sabía bien que aquella noche acabarían los tres en alguna taberna del puerto trasegando pintas de ron entre risas y bravatas. Si el final era entre los brazos de alguna exuberante caribeña o tirados en el puerto tras una pelea de burdel dependería del humor de los hermanos Cara de Plata. De todas formas aquel encuentro casual le había dado a Floyd una idea que no dejaría de rondarle en toda la noche.

A la mañana siguiente ninguno de los tres recordaba apenas nada de lo sucedido. Se despertaron en un maloliente callejón rodeados de la basura de una cantina cercana. Tenían todas sus armas y los calzones puestos por lo que supusieron que nada malo les había ocurrido. Pete y Garfield dijeron que iban a desayunar, lo que en ellos significaba que iban a acabar con el ron que aún quedara en la bodega. El Negro se despidió de ellos hasta la noche y se lanzó en busca del mejor armero del puerto. Quería estar preparado para su cita en donde se juntan los dos mundos. Conocía bien aquel lugar y sabía que allí era fácil tenderle una emboscada y que sus “amigos” no le dejarían su tesoro en un paquete con cintas y flores. De camino a la armería retomó el hilo de sus recuerdos...

- Esa mujer es mía- había tronado cuando vio al viejo Smity arrastrar a la doncella española al camarote del capitán.
Un silencio expectante se adueñó de la escena porque todos sabían lo que significaban aquellas palabras. En el código de honor pirata la disputa por una mujer en alta mar sólo se podía resolver en una lucha a muerte y el viejo Smity no parecía dispuesto a renunciar a la dama sin pelear. No era nada personal entre ellos pero se matarían por una mujer a la que apenas conocían.

Subieron a cubierta y rodeados por el hampa pirata que les jaleaba iniciaron la reyerta a machete. El viejo Smity utilizaba su garfio de plata para parar los golpes de Floyd y este se arrolló una gruesa maroma al brazo izquierdo para protegerse. Los dos eran bravos y expertos en la lucha cuerpo a cuerpo por lo que esta se alargaba entre el griterío de la chusma. Smity, en un finta perfecta, había hecho un ojal en el pecho desnudo de Floyd por el que le manaba la sangre hasta la cintura. Este supo que no podría aguantar mucho más con aquella herida y se lanzó en un desesperado ataque de frente pero tropezó en el último instante y gracias a eso el machete del viejo Smity sólo pasó rozándole el cuello. Desde el suelo Floyd no tuvo más que hundir la hoja de acero en el pecho de Smity cuando este caía sobre él. El aullido de la canalla pirata acompañó el desenlace jaleando al Negro. Pero este sabía que el bramido habría sido el mismo de haber sido Smity el vencedor.

Ahora recordaba sus ojos en blanco y el sabor acre de la sangre que le escupió en su último estertor. No era mal tipo el viejo Smity, con el que había compartido tantas peripecias. Su único error fue haber encontrado a la “zorrita española” antes que él. Mientras sus antiguos camaradas se repartían sus pertenencias, se peleaban por el garfio de plata y se pagaban las apuestas que habían cruzado Floyd bajaba cabizbajo y dolorido a la sentina para recoger su trofeo...

10 de septiembre de 2007

¿TODO VALE EN PERIODISMO?

La terrible noticia de la inmolación de un padre de familia rumano en Castellón me ha recordado una viñeta del maestro Quino que parece hecha a posteriori del suceso aunque lleva publicada muchos años.
Me hace reflexionar sobre el papel de los medios de comunicación en nuestra sociedad y su responsabilidad en estos hechos (¿se habría consumado el acto de no haber cámaras delante?), sobre el todo vale con tal de tener una exclusiva y sobre otras cuestiones que dejo a vuestra sabia consideración. Ahí va la viñeta.




8 de septiembre de 2007

EL JUNTAPALABRAS I


AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOYD, EL NEGRO


La tenue luz del atardecer se colaba en haces como cuchillos por las rendijas de aquel sótano destartalado cuando Floyd el Negro bajó para recoger lo que era suyo. Estaba en la bodega de la taberna del Buey Dorado y había llegado allí tras varios años de búsqueda incesante en pos de su tesoro. Bajó con cuidado unas empinadas escaleras que crujían a cada paso y levantaban pequeñas nubes de polvo antiguo que revoloteaba en los cuchillos de luz dándoles un cuerpo amenazador. El farol que llevaba en la mano apenas le alumbraba sus propios pies y daba a toda la escena una luz mortecina, como de mal augurio. Se diría que estaba en la sentina del más cochambroso barco de los muchos en que había navegado. Al llegar abajo colgó el farol de una viga, subió la llama todo lo que pudo y se dispuso a inspeccionar el lugar. Por todas partes se amontonaban cachivaches inútiles sin orden ni concierto, antiguos garfios de abordaje, toneles de vino agriado, cuerdas y maromas, fanales de estaño, botes de brea maloliente... Parecía que allí no había bajado nadie en mucho tiempo y sin embargo Floyd el Negro notaba en el ambiente una presencia vaga y amenazadora. Se puso en alerta y empuñó, sin desenvainarlo, el machete que llevaba a la cintura y que le había librado de tantos peligros en su azarosa vida. Súbitamente oyó tras de sí un estridente chillido seguido de otros mientras veía correr entre sus piernas un tropel de ratas de tamaño descomunal que salían de una especie de trampilla que daba paso a otra estancia. Cogió el farol y se acercó lentamente pero un hedor insoportable lo hizo recular asqueado. Se embozó su pañuelo pirata sobre la boca y empujó con precaución el postigo. Allí estaba, socarrón como siempre y más bien desmejorado, su compinche Mano de Sable. Sentado en un diván con la cabeza echada hacia atrás se diría que estaba durmiendo la borrachera de no ser porque unos juguetones gusanos verdes y amarillos le asomaban por la nariz y las orejas. Estas estaban reducidas a dos colgajos de carne putrefacta que se mezclaban con unos mechones de pelo blancuzco y raído de lo que fue su hermosa cabellera. La nariz, comida por las ratas, se precipitaba en cascada sanguinolenta sobre lo que fue su boca que ahora no era sino un agujero negro del que asomaban varios dientes amarillentos semejando las teclas de un desvencijado piano. Los ojos colgaban de sus órbitas pendiendo de finos nervios entrelazados. La piel, allí donde le quedaba, era una estopa amojamada y negruzca que colgaba de los huesos o se retorcía en un último intento de aferrarse a ellos. En conjunto no presentaba un aspecto muy lozano Mano de Sable. Ante tan espantosa visión Floyd el Negro retrocedió despavorido y tropezó con un viejo armario que al caer provocó un gran estruendo. Por el estrépito producido un ojo de Mano de Sable se desprendió del fino hilo del que pendía, cayó al suelo y fue rondando mansamente hasta topar con el pie de Jhon Chapeta que se hubiera asustado mucho si no llevara varias semanas descomponiéndose lánguidamente en compañía de su compinche.

A pesar de todo lo que había vivido, el Negro nunca había visto un espectáculo semejante. El tétrico juego de sombras que provocaba la débil llama del farol producía en los rostros de aquellos dos desdichados unas pavorosas muecas que parecían conferir vida a sus despojos haciéndolos reír o llorar alternativamente. Una vez repuesto de la primera impresión observó más atentamente los cuerpos de sus dos antiguos camaradas de armas y correrías. Estaban atados a sus asientos y por las manchas de sangre seca de sus ropas y las manos derechas que les faltaban a los dos no debían haber tenido una muerte muy apacible. Sus ojos, incluso el que reposaba a los pies de Jhon Chapeta, parecían mirar a un mismo punto como si hubieran querido señalar algo al Negro en su último suspiro. Este siguió la dirección que marcaban y vio reposando en un estante algo que por el momento sólo era una sombra. Se acercó y comprobó horrorizado que era una de las manos. Supo que era la de Jhon Chapeta porque le faltaba el dedo meñique que él mismo le había arrancado de un bocado en una riña tabernaria hacía años. El pobre Chapeta nunca le había perdonado del todo porque decía que ese era su dedo preferido para limpiarse los dientes. Así de aseado era él. De todas formas ahora ya no le hacía falta porque sus dientes estaban esparcidos por la sucia madera del suelo. Floyd el Negro observó con aprensión la mano y vio que el dedo índice, o mejor sus huesos, parecían señalar en otra dirección como continuando el macabro juego que alguien le había preparado. Dirigió su mirada hacia allí esperando encontrar la otra mano pero sólo vio un pergamino mugriento clavado en una pared. Lo descolgó y leyó con atención.

LA MANO QUE BUSCAS, CON TU TESORO, ESTA ESPERÁNDOTE EN EL LUGAR EN QUE SE JUNTAN LOS DOS MUNDOS. TUS AMIGOS NOS LO DIERON Y NOSOTROS TE LO GUARDAMOS. NO FALTES.

El Negro tiró el papel con furia y se sentó a pensar. Tras dos largos años de búsqueda había sabido de su tesoro, pero él no podía ir personalmente a recogerlo. Encargó a Mano de Sable y al Chapeta la misión de robarlo y traérselo a cambio de cien doblones de oro. Había recibido de ellos el mensaje de que se lo entregarían en la taberna del Buey Dorado y ahora se encontraba con esto. Caro les había salido el negocio a sus antiguos camaradas, gente dura, viejos lobos de mar fajados en cien combates, habituados a la lucha tanto en el mar como en el puerto. Así que supuso que debían haber sido muchos y bravos los que los entramparon y les hicieron confesar donde estaba su tesoro para arrebatárselo. Y si habían podido con ellos ¿por qué no lo habían esperado a él y en cambio le habían dado esa extraña cita? La gente que estaba en el negocio era poderosa y sabía que él iría no sólo allí donde se juntan los dos mundos sino al fin de ellos si fuera preciso para recobrar lo que era suyo. Después de tanto tiempo de búsqueda sentía que tenía que acabar con aquello como fuera, se lo debía a ella, a su memoria. No preguntó a nadie de la taberna por lo sucedido porque sabía bien la respuesta. La ley del puerto impone el silencio y la delación es el peor de los pecados que se paga con el peor de los castigos. Ente la gente del mar cada uno arregla sus asuntos y este también debía afrontarlo él solo.

Salió a la calle y aspiró una profunda bocanada del aire salitroso del mar como queriendo liberarse de la viciada atmósfera del sótano. Floyd era alto y enjuto. Su tez cetrina y sus ojos claros denotaban su oscuro origen, producto de un largo historial de mestizajes, como el de un perro callejero. Su rostro afilado, partido por una intensa nariz aguileña, mostraba las huellas de una azarosa vida de peligros en forma de profundas arrugas y alguna cicatriz de hondo recuerdo. La negra y descuidada cabellera hasta los hombros y los miembros sarmentosos y livianos completaban en aquel hombre que frisaba los cincuenta la estampa de un genuino bucanero.

Aún había mucha luz y decidió darse un paseo para despejar sus ideas y pensar lo que debía hacer. A los pocos pasos otra vez aquellas palabras con las que empezó todo resonaron en su cabeza...

- ¡Eh, muchachos, venid! que aquí aún queda una zorrita española.

El que hablaba era el viejo Smity, el del garfio de plata, que se encontraba junto con el resto de la tripulación del Sir Frances completando el saqueo del galeón español Virgen del Socorro. El abordaje había sido sencillo, sólo habían caído tres de los suyos y el joven Carlton que tenía una cuchillada en las tripas y moriría sin remedio. De los españoles, los que no habían muerto en el asalto, habían huido en una chalupa donde morirían de sed y serían pasto de los tiburones. A los prisioneros ya se les había pasado por la quilla, según la costumbre pirata, o se les había degollado en cubierta y arrojado al mar. Fue en el registro de las bodegas en busca del oro cuando sonó el grito del viejo Smity. Todos se abalanzaron al estrecho cuchitril del que provenía la llamada. Floyd el Negro llegó cuando Smity sacaba de los pelos a la infeliz doncella y la exhibía como un trofeo más de la rapiña. Ella se mantenía firme y orgullosa, sin llantos ni súplicas, a pesar de lo dramático de su situación. El Negro creyó ver en sus hermosos ojos un destello de fiereza que le atrajo desde el principio. A partir de ese momento supo que sería suya.

7 de septiembre de 2007

EL JUNTAPALABRAS

Hace un tiempo me dio por juntar una serie de palabras (básicamente sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios) utilizando para ello otras palabras (básicamente preposiciones, conjunciones y determinantes) procurando además que el conjunto tuviera cierto sentido. Para conseguir esto debí aplicar de forma más o menos acertada una severa normativa de ámbito internacional llamada morfosintaxis y pulir el resultado final con el barniz del estilo y el acabado de la ortografía. Esto que algunos llaman pomposamente escribir un relato a mí me tuvo entretenido, preocupado y casi desasosegado varias semanas. El resultado son estas 11.004 palabras que os ofreceré en pequeñas dosis (entregas semanales) para que, si es posible, disfrutéis con su lectura tanto como yo lo hice con su escritura. Espero como siempre, ansioso y esperanzado, vuestros comentarios preferiblemente entusiastas (no importa que sean fingidos) ya que sabéis que el ego del artista es una bestia voraz que deber ser alimentada permanentemente con las viandas de la lisonja y la adulación más rastreras. Las críticas también serán bien recibidas, soportadas y contestadas como se merezcan.