Aquella noche había quedado citado con los hermanos Cara de Plata para proponerles el negocio que le andaba rondando desde que los vio. No quería darles muchos detalles ni que lo vieran mucho con ellos para evitarles el final de Mano de Sable y el Chapeta. De todas formas los Cara de Plata no eran de muchas entendederas ni tampoco necesitaban de muchas precisiones para embarcarse en cualquier asunto que les asegurara ron y mujeres. El escocés le había pedido tres días para facilitarle las armas y ese era el tiempo que tenía para convencerles y que se enteraran bien de lo que debían hacer, lo que conociéndolos no era mucho.
Cuando entró en la taberna del Ciempiés Pete y Garfield ya andaban medio amontonados con dos pelanduscas que tenían sobre sus rodillas haciéndoles carantoñas. Al ver al Negro le animaron a unirse a ellos entre cánticos que denotaban el fuerte trasiego de ron que ya llevaban en el cuerpo.
- ¡Floyd, amigo! Comparte con nosotros estas dos bellas damiselas. Tienen las carnes prietas y les gustan los tipos finos como tú- exclamó Pete golpeando sonoramente las cachas de la mujer que tenía encima.
- Tenemos que hablar de negocios- respondió gravemente el Negro.
Al oír esa palabra los Cara de Plata se levantaron al unísono dejando caer sobre la tarima a las dos madamas. Se cuadraron con un gesto cómico ante su amigo y se alejaron con él hacia un discreto rincón de la cantina. Eran gente seria para los negocios y parecieron recuperar repentinamente la escasa lucidez que tenían cuando aún estaban sobrios. En una mesa del fondo Floyd les explicó detalladamente su plan. Dos botellas de ron más tarde, Pete y Garfield dieron su consentimiento y propusieron celebrar el acuerdo con otras dos botellas... y las dos madamas abandonadas. Pero estas ya habían encontrado a dos apuestos marineros que las magreaban descaradamente en un escaso canapé.
- ¡Plegad velas, marineros! Que estas sirenas tienen dueño y no seréis vosotros quienes las llevéis a la bodega- tronó Garfield plantándose delante del cuarteto amoroso.
Los marineros, dos bigardos de buena planta, se encararon con los Cara de Plata.
- El que abandona la guardia bien merece un remojón y por Dios que os lo daremos si no leváis anclas a otro puerto- dijo calmoso el más alto.
- No seréis vosotros los que me lo deis, que cuando aún chapoteabais en la bañera ya había corrido yo los siete mares conocidos. Así que dejad el amorío al punto si no queréis dejar aquí la piel en esta empresa- amenazó ya con cara de pocos amigos Garfield.
Los Cara de Plata y los dos jóvenes marinos estaban enfrentados como gallos de pelea pero detrás de estos se habían colocado tres o cuatro de sus camaradas dispuestos también a la lucha. El Negro se mantenía en un prudente segundo plano, a verlas venir. El resto de la parroquia seguía con atención el desafío a la espera de ver una buena refriega.
- ¿Qué tenemos aquí? ¡Los infantes necesitan de sus amiguitos!- dijo en tono burlón Pete cuando vio formado el grupo- A lo mejor también quieren ayuda con las señoritas ¿verdad?- y acompañó esta última palabra de un envite furioso contra el que tenía delante.
Con el primer cabezazo dejó fuera de combate al pipiolo, que quedó en el suelo con la nariz rota. A partir de aquí todo fue muy deprisa. Los mamporros se repartían a diestro y siniestro y los dientes rotos empezaban a tapizar el suelo de madera. Pronto de los puños se pasó a las sillas y las botellas rotas. Floyd capeaba como podía el temporal de golpes que se le venía encima y arreaba estopa con una porra corta que siempre llevaba en la casaquilla. Todo eran gritos y confusión hasta que de un montón en el que Pete tenía a tres de los petimetres encima uno de estos saltó hacia atrás dando un alarido y llevándose las manos al cuello del que manaba un violento chorro de sangre. Dio unos pasos tambaleantes y cayó al suelo fulminado. Todos quedaron en silencio mientras Pete retrocedía estupefacto con la faca ensangrentada en su mano. Garfield y Floyd aprovecharon el momento de desconcierto para sacarlo en volandas y salir de najas del antro. Cuando los demás quisieron reaccionar los tres amigos ya estaban a salvo bajo un espigón cubierto.
- ¡Malditos hijos de Satanás!- gruñó entre dientes el Negro- Lo habéis echado todo a perder. Esto se va a poner muy feo ahora con todos esos buscándonos como a perros. Debéis largaros y esconderos hasta que todo se calme. No olvidéis lo pactado.
Los Cara de Plata, cariacontecidos, aguantaron la bronca como dos niños malos y salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Floyd también se deslizó por la noche y se confundió con las sombras para ponerse a salvo.
Los dos días siguientes los pasó el Negro escondido en la buhardilla de Masteroy un antiguo camarada de armas de sus años de servicio a la ley. Una explosión de pólvora le había arrancado un brazo y malvivía de una mísera pensión del virrey en aquel tabuco. Floyd sabía que no podían acusarle de nada porque no había matado a nadie pero no quería responder a preguntas engorrosas del fiscal o ser plato de la venganza de los amigos del finado. Pasaba el tiempo recordando con su amigo sus andanzas, cuando se dedicaban al servicio del virrey para purgar sus años de piratería. Su trabajo consistía en vigilar el contrabando de oro, ron y tabaco para asegurarse de que las arcas de la Corona y los bolsillos del virrey y su corte recibían su copioso convoluto. Además debían “disuadir” a los matuteros que querían establecerse por su cuenta haciéndoles comprobar en sus carnes lo perjudicial para la salud que podía llegar a ser el trabajo por cuenta propia. Bonita forma de redimirse pensaba el Negro. Pero también le dio tiempo a pensar en otras cosas...
El resto del viaje junto a la damita española fue como un bálsamo de todos sus sentidos. Se sentía más vivo que nunca. Durante aquellas tres semanas de regreso del Sir Frances al puerto de Kingston sintió por primera vez que podía despertar en alguien otra cosa que no fuera odio o temor. Doña Teresita, dama de familia principal de Sevilla, según decía ella, mantenía con él una relación estudiadamente ambigua de amor y odio que lo mantenía literalmente en ascuas. Temía sus desdenes tanto como ansiaba sus requiebros. A las noches de tiernos escarceos amorosos sucedían jornadas de lánguida y distante melancolía de doña Teresita, cuando no arrebatos de dignidad herida. Floyd andaba como abanto, pendiente de las más mínimas reacciones de la damisela, pero deleitándose al mismo tiempo con aquellas sensaciones nuevas para él.
El resto de la tripulación se iba poniendo más nerviosa y agresiva conforme pasaban las jornadas y veían el estado de embobamiento en que se encontraba Floyd. Una mujer a bordo de un barco pirata es como una bomba con espoleta retardada. Ni siquiera el recurso de supervivencia que suponía el jugársela a muerte para evitar las continuas disputas parecía haber aliviado la tensión que crecía por momentos. En dos ocasiones el Negro tuvo que salir de su estado de embeleso y cortar de raíz avances de los marineros más fogosos.
Cuando la atmósfera ya se hacía irrespirable, por fin avistaron el puerto. Siguiendo la costumbre pirata Floyd tuvo que pagar casi toda su parte del botín por quedarse con la rehén y lo peor era que no sabía qué iba a hacer con ella. Presumía que en tierra no podrían mantener la misma relación que en el barco entre otras cosas porque no estaba muy seguro de cuál había sido esa relación. Tampoco estaba dispuesto a venderla a ningún comerciante desaprensivo ni quería ni sabría mantenerla a su lado a la fuerza. Además, en los momentos de lucidez que le permitía su enajenación, no dejaba de recelar que la dama sólo se había aprovechado de él para evitar ser moneda de cambio entre toda la tripulación. En su confusión no sabía siquiera si lo que sentía era amor, deseo o una mezcla de ambos. De todas formas no tardaría en comprobar que la solución a este dilema le vendría dada en breve y de forma harto desagradable.